Metrópolis
Hay semanas en las que, aunque en el mundo pase mucho e importante, aquí para el de la fotito de arriba no pasa nada de importancia. Cuando nos queda tan lejos lo que hacen quienes hacen por nosotros que uno sólo tiene tiempo a intentar asimilar, desconectado de noticias, esos titulares y esas fotos de apretones de manos que, en cualquier otra semana, en cualquier otro momento, le habrían dado el fuelle para escribir unas líneas.
Actualizado:Discúlpenme ustedes que no les cuente mi visión del encuentro a pie de Casa Blanca, de la caída en la copa del Real Madrid o del amago de espantá de Diego Armando, del nuevo cabreo incomprensible de la aristocracia contra los bufones de El Jueves (¿de qué sirve la prebenda de uno sin la morisqueta de los otros?), de la marcha atrás en el proyecto del kiosco playero (a ver cuándo se da marcha atrás en el otro adefesio; tal parece que nuestros próceres no saben que el carnaval está ahí a la vuelta del calendario y los van a poner a caldo, que la Caleta es la Caleta y es mucho para muchos de nosotros), o del necesario recorte presupuestario en lucecitas tontas de Navidad, porque se escapa uno del mundo cuatro días y parece que llega a un planeta desconocido y hace falta tiempo para volver a entrar en órbita.
Me permiten pues que les cuente una reflexión a vuelatecla de lo que ve y respira en la capital de las Españas, o sea, el Madrid que no sé si se queda sin gente como decía el chiste, aunque parece que el caudal inmigratorio se ha reducido y bastante imagino que a cuentas de la crisis. Además de teatros, y museos, y atascos de tráfico, y alguna que otra compra, cada año en Madrid, con mis chavales, nos sirve para volver a ponernos en contacto, siquiera unos minutos, con otros antiguos alumnos que ya son hombres y mujeres de provecho, estudiantes algunos, profesionales otros, gaditanos que tienen que hacerse la vida en medio del caos y la prisa de la gran metrópoli.
Da que pensar, no crean ustedes. Les contaba allá por el verano la impresión de ver venir a muchos de ellos en vacaciones, para refrescar el sabor de los recuerdos y al encuentro de un pasado que para nosotros es perpetuo presente, turistas accidentales en busca del tiempo perdido que ya sólo van a recuperar a duras penas. Esta semana hemos vivido la experiencia contraria: la de encontrar a esos mismos gaditanos en la nueva salsa de sus vidas, lejos de sus raíces.
Y tiene mérito, no crean, cruzarte la ciudad de punta a punta en medio del frío sólo para recibir un saludo y una sonrisa y compartir unos minutos de charla. Trajeados pero incómodos dentro del uniforme de faena, medio camuflados en abrigos inmensos aquellos que todavía no se han adaptado al clima diferente, mucho más delgados por la presión de la competitividad, a todos se les llena el rostro de esa luz que les llevamos y les transmite, siquiera unos segundos, al mundo en el que seguimos anclado y que para ellos ya sólo es Ítaca: noticias de conocidos, proyectos profesionales, esperanzas por el fútbol, anécdotas comunes magnificadas por el humor. Son los gaditanos condenados a dejar de serlo, los que tienen que buscarse el sustento en la ciudad inhumana que lucha con todas sus garras por devorar su esencia, la que convierte las calles en laberintos de carreras de ratas y hace de todos ciudadanos silenciosos que cruzan semáforos con los oídos tapados a las charlas de los otros. En la gran ciudad donde no hay amaneceres ni puestas de sol, ni se respira el salitre en el aire, y donde la única ventaja, según nos cuentan con un deje de ironía que revela el poso de sus raíces, es que al menos llueve para abajo.
Se nos despiden luego en la noche, estos antiguos alumnos que ya son mujeres y ya son hombres, de vuelta a túneles de metro o blindados en taxis que los llevarán muy lejos, donde impera el anonimato, a la espera de otro día donde seguir sobreviviendo. No sé si los otros chavales que nos acompañan en la excursión, sus hermanos menores, sus antiguos compañeros de equipo o de acampada, se dan cuenta de que tal vez han visto su futuro, que este breve encuentro feliz tiene un algo de presagio.