Cultura

Cuando el personaje amenaza al autor

La aparición del primer libro de J.K. Rowling sin Harry Potter nos hace pensar sobre la peculiar relación de amor-odio que los escritores mantienen con sus héroes, más famosos que ellos

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El próximo 4 de diciembre J.K. Rowling, la autora de Harry Potter publicará su nuevo trabajo. El libro, de carácter benéfico, se titula Los cuentos de Beedle el bardo y supone el regreso de la autora al mundo de magos y hechiceros que le ha hecho famosa. Será también su primer trabajo post Potter, ya que las aventuras del joven mago de Hogwarts finalizaron con la séptima entrega de la serie: Harry Potter y las reliquias de la muerte.

Gracias a los libros de Potter, Rowling se ha convertido en la escritora más rica del planeta. El éxito de las novelas ha sido abrumador y, en ocasiones, ha bordeado el histerismo. En 2005, el actual primer ministro inglés, Gordon Brown, declaró que le gustaría parecerse a Harry Potter por su «coraje e inteligencia». También que J.K. Rowling había hecho por la literatura «más que ninguna otra persona en el mundo».

Desde el comienzo, Rowling explicó que el ciclo de Potter se compondría de siete novelas, una por cada curso que el protagonista pasa en la escuela Hogwarts de magia y hechicería. A diferencia de otras series de libros juveniles, todos los lectores sabían que las aventuras de Harry Potter tendrían un final. Sin embargo, a medida que ese final se iba acercando, muchos seguidores de la saga comenzaron a pedirle a la autora que no cerrase las puertas a escribir nuevas novelas.

Todo se complicó mientras Rowling escribía el último libro, cuando anunció que en él morirían al menos dos personajes importantes de la serie. Poco enemiga de los guiños publicitarios, la autora describió el modo en el que escribió las últimas páginas de la saga en la habitación de un hotel: «Estuve llorando a lágrima viva, me tomé media botella de champán y me fui a casa con rímel por toda la cara. Fue muy duro».

La magnitud de la tragedia hizo que muchos lectores pensaran que uno de los personajes destinados a morir era Harry Potter. Los foros de internet se llenaron de lamentos por el mago e incluso se organizó una plataforma llamada Salvemos a Harry, destinada a hacer cambiar de opinión a la autora. Sus argumentos eran algo extraños. «Harry Potter es un personaje de ficción», decían, «y por tanto nunca puede morir de verdad».

Rowling se enfrentó entonces a un dilema clásico. ¿Qué hacer con un personaje cuya popularidad ha terminado sobrepasando a la del autor? ¿Cómo abordar nuevos proyectos cuando el público exige más de lo mismo? Llegado este punto, el escritor no tiene demasiadas opciones. Puede resignarse y seguir con su criatura mientras sea rentable, puede aparcarla un tiempo y dedicarse a otros proyectos o puede acabar con ella definitivamente.

No sólo fueron los fans de las novelas de Harry Potter quienes se preocuparon por la suerte que iba a correr el héroe. Escritores como Stephen King y John Irving le pidieron a Rowling que no matase a Potter. «Mis dedos están cruzados por Harry», dijo Irving. «No quiero que Harry termine yendo a las cataratas de Reichenbach», declaró Stephen King, aludiendo a las cataratas de los Alpes suizos en las que un hastiado Arthur Conan Doyle trató de matar a Sherlock Holmes.

Asesinato frustrado

Quizá se trate del caso más conocido de intento de asesinato de un personaje de éxito. Harto de que se le conociese como un escritor de detectives y no se prestase atención a sus novelas históricas, Conan Doyle acabó con Sherlock Holmes en un cuento de 1893 titulado El problema final. En él, todo apunta a que Holmes ha caído por las cataratas de Reichenbach mientras lucha con el doctor Moriarty. «Todo intento de recuperación de los cuerpos era una imposibilidad», escribe Watson al final del relato. «Allí, en la profundidad de aquella horrorosa caldera de aguas turbulentas, yacerán para siempre el más peligroso de los criminales y el más grande defensor de la ley de su generación».

Lo que Conan Doyle no podía imaginar es que el público no estaba dispuesto a despedirse tan fácilmente de Holmes. Las cartas comenzaron a llegar por centenares. Algunas contenían súplicas y otras amenazas. Frente a la redacción de Strand, la revista donde aparecían los relatos del detective, se agolpaban los manifestantes. A Doyle le abordaban por la calle, le molestaban en su casa e incluso su madre dejó de hablarle. Por todo el mundo nacían asociaciones que compartían un mismo lema: «¿Viva Holmes!».

Diez años después, Holmes resucitó en un cuento titulado La aventura de la casa vacía. El detective reaparece disfrazado de anciano, provocando que Watson se desmaye por primera y última vez en su vida. Holmes explica que no murió en las cataratas Reichenbach. Simplemente, aprovechó para tomarse un descanso. Hoy sabemos que los motivos por los que Conan Doyle volvió a encender las luces del 221 de Baker Street fueron dos: la presión popular y los cheques de los editores. En la década en la que Holmes permaneció muerto ningún libro de Conan Doyle alcanzó la repercusión de la que gozaron sus relatos detectivescos.

Conan Doyle no ha sido el único autor que ha podido comprobar lo sencillo que es transformar el amor de los lectores en algo parecido al odio. Hace un año, la escritora americana de novelas de intriga Karin Slaughter decidió matar al policía Jeffrey Tolliver, el protagonista, junto a la forense Sara Linton, de una exitosa serie de novelas criminales.

Nada más publicarse el libro, el correo de la autora se llenó de mensajes que oscilaban entre la decepción y el enfado. Algunos iban más allá y eran directamente insultantes. ¿Quién se creía Slaughter para acabar con Jeffrey? La presión fue tal que la novelista llegó a publicar una carta en la que justificaba su decisión. En ese texto reconocía las dudas que le asaltaron antes de acabar con su personaje: «¿Estaría suicidándome profesionalmente? ¿Terminaría con Jeffrey el sueño de mi vida: ser una autora publicada?»

Aún así, decidió matar a su protagonista para ser realista y no incurrir en lo que llama el «síndrome Jessica Fletcher», algo que se daría en esas series de novelas en las los crímenes se acumulan pero nunca afectan a los personajes principales. Finalmente, Slaughter admitía que lo había pasado muy mal: «Debes saber, lector, que cuando escribí las páginas en las que se detallan la muerte de Jeffrey, lloré como una adolescente. Todavía me siento como si estuviese de luto. Es como si hubiese perdido a un gran amigo».

Desde luego, las viejas damas del crimen no tenían tantos sentimientos. Agatha Christie mató a Hércules Poirot sin mover un músculo, en 1975, tras compartir con él cincuenta y cinco años de éxito. Y eso que Christie no aguantaba a su personaje. De él dijo que era «insufrible», también «detestable, pomposo, pesado y egocéntrico». Estuvo a punto de liquidarlo varias veces, pero sabía que el público adoraba al atildado detective belga. Para Christie, su deber consistía en satisfacer a los lectores, así que siguió adelante. Poirot muere siendo un anciano al final de la novela Telón. La popularidad del personaje era tal que mereció un obituario en la portada del New York Times, como si se tratase de una persona real.

Relaciones encontradas

Para Georges Simenon, el comisario Maigret fue una mezcla de Holmes y Poirot. Como Conan Doyle, se dio cuenta pronto de que el éxito de su personaje le impedía ser aceptado como un autor mayor. En los años 30 estuvo tentado de buscarle una muerte apropiada, pero siguió adelante, como Agatha Christie, porque era lo que se esperaba de él. Hasta que en 1972, más de cincuenta novelas después, Simenon se despidió de Maigret y dejó de escribir ficción. Pasó sus últimos años retirado en una pequeña casa de Lausana. Sus amigos cuentan que estaba harto del investigador, de que le confundiesen con él, de todas sus adaptaciones televisivas y cinematográficas. De haber podido, se habría deshecho de Maigret con la facilidad con la que se deshacía de los secundarios que morían en sus novelas.

Harto de James Bond

Más caprichoso que Christie y Simenon, Ian Fleming tardó poco en llevarse mal con James Bond. Sólo cuatro novelas. Su idea era terminar con él en la quinta entrega de la serie, Desde Rusia con amor, pero la presión de los productores de las películas del agente secreto -en realidad, la presión y el dinero- le hizo escribir otros ocho libros de 007.

Simenon y Conan Doyle sentían que sus personajes lastraban sus carreras. Ian Fleming simplemente se aburría. A favor de los personajes, hay que decir que algunos de ellos también son capaces de proyectar a sus autores al estrellato. Es el caso de J.K. Rowling. También, en cierto modo, el de la escritora argentina Cristina Bajo. A mediados de los noventa, trabajaba en su primera novela y se dio cuenta de que era un error matar mediada la narración, como tenía previsto, a un personaje llamado Fernando Osorio. Siguió su instinto y, con el tiempo, su criatura ha terminado convirtiéndose en uno de los protagonistas de una saga de novelas históricas que han arrasado en Argentina. «Me enamoré del personaje y no lo pude matar», confiesa Bajo, para muchos la nueva gran dama de la literatura argentina.

El caso Alatriste

Quizá para evitar posteriores tentaciones, Arturo Pérez Reverte hizo público desde un principio el esquema de las novelas de Alatriste. Serían siete libros y el protagonista moriría «si Dios no lo remedia» en 1643, en la batalla de Rocroi. Sin embargo, hace unos años se añadieron dos nuevos títulos al plan inicial. En cualquier caso, los lectores de la serie -narrada en un significativo pretérito por Iñigo Balboa- saben que las aventuras del espadachín tendrá un final. A diferencia de otros muchos colegas, Pérez Reverte tiene la seguridad de que sus novelas sin Alatriste gozarán de la simpatía del público. En su caso, el personaje no ha llegado a eclipsar al escritor.

Algo similar le ocurre a Henning Mankell. Tras jubilar a su célebre inspector Wallander, el escritor sueco sigue publicando novelas que son bien acogidas por los lectores. A día de hoy, Mankell no se muestra muy convencido de que su viejo policía, todo un referente del género negro europeo, vaya a protagonizar más novelas. Dice que está centrado en otros proyectos, tanto literarios como humanitarios, y que no tiene tiempo para atender todos los frentes que mantiene abiertos. Sin embargo, Wallander sigue ahí, esperando la llamada. Por ahora, su legión de seguidores tendrá que conformarse con verle como un personaje secundario en las novelas protagonizadas por su hija Linda. Si a Mankell siempre se le pregunta por Wallander, a Manuel Vázquez Montalbán siempre se le preguntaba por Carvalho. Durante años, le persiguió el rumor de que iba a matar a su detective. «Me llaman carvalhistas desde distintos puntos del mundo para comunicarme su alarma ante una noticia que les agrede: he matado a Carvalho», escribía el catalán en un artículo de 2000. «Reviso todos los lugares de mi casa donde suelo esconder mis cadáveres y no está el de Carvalho. Indago en los rincones de mi espíritu donde también hubiera podido esconder al muerto y no está. Por lo que deduzco que no, que no he matado a Carvalho y que probablemente no lo mataré nunca».

A diferencia de Pepe Carvalho, a quien el fallecimiento de Vázquez Montalbán sorprendió en la cárcel, Harry Potter sí murió más o menos. Tras meses de suposiciones, rumores, alarmas y ataques de pánico, supimos qué era lo que ocurría en Harry Potter y las reliquias de la muerte. Y, bueno, no era para tanto. En el último capítulo del libro, el joven mago se resigna a perder la vida siguiendo su destino y, al hacerlo sin miedo, logra vencer a la muerte y derrotar a su némesis, el malvado Voldemort. O sea, que Harry no muere. El libro termina con un epílogo que tiene lugar diecinueve años después de los hechos que se cuentan en la novela. En el epílogo vemos a uno de los hijos de Harry subiéndose al tren que le llevará a pasar su primer año en Hogwarts. Finalmente, Rowling decidió no complicarse demasiado la vida y cerrar la serie de Harry Potter del modo más inteligente y precavido: colocando un Fin que tiene todo el aspecto de un Continuará. Al tiempo.