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La cara oculta de un sueño
El fotógrafo Rafael Arocha relata en su exposición 'Aprender a volar' el esfuerzo, los desvelos y las alegrías cotidianas de las alumnas del Conservatorio de Danza
Actualizado: GuardarEl pasado 12 de mayo, Rocío Suárez, Cristina Torres, Nazaret Oliva y Violeta Fernández echaron a volar sobre las tablas del Teatro Falla. Pero antes del telón y del aplauso, del tenso compás de espera que precedió al debut, de los nervios propios y de los temores ajenos, hubo largas jornadas de ensayo, tardes enteras consagradas a pulir un único gesto, clases y más clases dedicadas a afinar un solo paso o a corregir un mínimo tic, apenas apreciable para el ojo inexperto.
La danza, por su intensa carga estética, es una aliada excepcional de la buena fotografía. Sin embargo, muchos de los profesionales que han contado algunos de los infinitos conceptos que encierra, optaron por aprovechar la riqueza visual de su puesta en escena. La figura, la luz, el color o el movimiento constituyen un sumario de estímulos muy difícil de rechazar. Pero hay otras historias, «pequeñas, cotidianas», que guardan también su dosis implícita de heroísmo: el esfuerzo, el sacrificio, la entrega callada, sin programas, estrenos, candilejas deslumbrantes ni alharacas mediáticas pueden ser ganchos igualmente válidos para el fotógrafo que pretenda narrar una historia distinta.
80 imágenes
Es lo que ha hecho Rafael Arocha en Aprender a volar, la muestra de más de 80 imágenes que puede visitarse en el Baluarte de La Candelaria en Cádiz. La exposición relata la vida académica de las alumnas del Real Conservatorio de Danza de la ciudad, partiendo de dos momentos fundamentales: el inicio del curso y su clausura con la gala que permitió a las jóvenes bailarinas mostrar su talento al público del Falla.
«Siempre he sentido una curiosidad innata por aquello que se esconde detrás de lo que vemos. Más aún, por conocer los procesos, el desarrollo, las relaciones y el trabajo que desemboca en una experiencia efímera, como puede ser un espectáculo de danza», explica el autor.
Por eso, todas las fotografías que definen el espíritu del trabajo tienen algo de robadas. Arocha decidió infiltrarse en las clases, «ser un espectador invisible», que no interfiera en los rituales cotidianos de alumnos y docentes. Desde esa perspectiva privilegiada pudo observar esa realidad cómodamente, «sin poses ni artificios», y armar la crónica viva de un bonito sueño colectivo.
«Quería levantar un retrato del esfuerzo que conlleva la práctica de la danza, pero creo que he conseguido, además, algunas pinceladas visuales que dialogan entre sí sobre la amistad, el respeto, la admiración y los lazos que se establecen entre personas diferentes que persiguen las mismas metas», argumenta. Tanto es así que algunas de las imágenes más significativas de Aprender a volar parten de un esquema semejante: las alumnas más pequeñas (5, 6 y 7 años), miran embobadas cómo las mayores (de 15 ó 16) realizan sus complejas coreografías. Son un auditorio involuntario, encandilado por el talento de sus propias compañeras y cazado a su vez por el fotógrafo mientras asoma la cabeza por el quicio de una puerta o las rejas de alguna ventana.
Priman, de ese modo, las escenas espontáneas: chicas que corren por el patio, se atan las puntas, atienden a la bronca de una profesora o a las directrices del músico, sin que parezcan percatarse en ningún momento de la presencia del fotógrafo.
«Una parte fundamental de este modo de trabajar es ganarse la confianza de la gente, que se habitúen a la cámara hasta que dejen de prestarle atención», cuenta Arocha. «El llegar y disparar, no vale, y cuando intervienes en la acción, cuando le pides que te miren o posen se nota demasiado en el resultado final», sentencia.
La implicación emocional, después de convivir con los fotografiados durante sus momentos altos y bajos, resulta irremediable. «El día del espectáculo del Falla, yo estaba más nervioso que ellas», admite el fotógrafo, que pasó la jornada del estreno entre bambalinas, junto con los profesores y algunos padres.
El resultado final de esta curiosa experiencia cuelga ya de las paredes del Balaurte. Fotografías vivas, naturales, sin asomo de impostura compositiva ni artificios formales.
Pedazos de realidad que se cruzan y se mezclan en los pasillos del Conservatorio: la magia oculta de la danza, encerrada en 80 recuadros.
dperez@lavozdigital.es