LA TRINCHERA

Una historia rural

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Hace muchos, muchos años (ocho o nueve) cuando los hoteles de cinco estrellas crecían hasta en las piletas de los claveles, el Pocero construía urbanizaciones enteras en la esquina de cualquier patio y los promotores se limpiaban los mocos con pliegos de la Ley Vigente, una legión de jóvenes logró escapar de la condena del trabajo en el campo gracias a la novedosa aventura de la emigración a la Costa. En muchos pueblos de la Sierra y La Janda apareció una especie de vecino hasta entonces sin catalogar: albañil de veintipocos, coche imponente, ropa cool, que paseaba por las calles solemne y poderoso, como un indiano que regresa los fines de semana a casa, incapaz de resistir la tentación del vacile.

La siembra y el arado, la planta y la recogida, pasaron a ser tareas exclusivas de una nueva y floreciente subclase formada por ancianos incapaces de reciclarse en el andamio, polacas, rumanas y moritos. Así que el Gobierno gobernó en cuanto pudo y eliminó las bondades del subsidio agrario. Los sindicatos advirtieron del tangazo impune, pero las marchas por Sevilla parecían una excursión de abueletes aburridos y las concentraciones en las plazas no movieron más que a un puñado de militantes acérrimos, a puntito de la jubilación. Los mismos jóvenes que habían visto a sus padres, comidos por el barro, quejarse de las 500 pesetas la hora que dispensaban algunos señoritos, pasaron de largo por las cabeceras de las manifestaciones, de camino al pub.

Ahora resulta que el paraíso no quedaba a las espaldas de Puerto Banús.

Cuando, con menos de 30 años, esos mismos obreros descreídos han intentado volver a la aceituna en Jaén o a la fresa en Huelva, se han encontrado con un panorama desolador. Los sueldos son prácticamente los mismos que en 2001, la protección social es nula, no existe un convenio colectivo serio y la mayoría de los agricultores hace en su parcela lo que le viene en gana. Para colmo, los inmigrantes que les dieron el relevo en los cuartos húmedos de los cortijos, siguen ahí, dispuestos a cobrar menos por el mismo curro.

«El destino es un cabroncete aburrido», escribe Felipe Benítez Reyes en El novio del Mundo. No lo olvide la próxima vez que se plantee si debería o no acudir a una manifestación.