Fe en las personas
CALLE PORVERA Una simple anécdota que presencié hace unos días me tuvo toda la tarde con la cabeza bien alta y llena de orgullo hacia mis semejantes, como se suele decir no sin cierta pompa. Esperaba yo a que el semáforo de la Porvera se pusiera verde para incorporarme a mi tarea habitual de plumilla mientras que, al otro lado de la calzada, un joven invidente tropezaba con su bastón con una señalización turística de las que hay plantadas en casi cada esquina del centro de la ciudad. El chico, lógicamente indeciso, tanteaba el suelo para comprobar dónde estaba el bordillo y, en consecuencia, una desafortunada caída, y dónde podía chocarse de nuevo con más mobiliario urbano.
Actualizado:No había mucha gente en ese momento por la calle, aunque sí mucho tráfico, y desde la otra acera no podía más que observar qué decisión tomaría el chico. En esto pensaba cuando un hombre apareció subido a una vieja bicicleta. No iba bien vestido ni peinado. Su rostro estaba marcado quizás por muchas horas de trabajo a la intemperie o por una vida castigada casi desde el principio. Me fijé en que podía ser uno de los que pide algo suelto a los que aparcan en una plazoleta o que acude a comer al Salvador porque no le ha acompañado la suerte. Este hombre tiró literalmente al suelo su bicicleta y tomó el brazo del joven invidente mientras le hablaba. El chico sonreía mientras esperaban, como yo, a que el muñequito del semáforo cambiara de color. Cruzaron juntos la calzada y yo me volví a observarlos. Hasta que el ciclista no se aseguró de que el joven caminaba en la dirección correcta y sin tropiezos cercanos, no volvió a cruzar la calle. Recogió la bici y continuó su camino. Y así me quedé yo, pensando en que, a pesar de todo lo negativo que nos puede rodear, la buena voluntad y la solidaridad existen en los gestos más cotidianos, sin que importe quién seas y a quién se la regales.