CABAÑA DE BAMBÚ. La estadounidense Liz, en el porche de la cabaña en la que ha vivido con la familia de etnia Akha. / FOTOGRAFÍAS: ZIGOR ALDAMA
Sociedad

Como en casa

El 'home stay' o convivir con la población local es otra forma más de viajar. Además de resultar ideal para tiempos de crisis, proporciona cultura y aventura

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Es imposible resistirse a su belleza. La jungla del norte de Tailandia combina la exuberancia de la naturaleza en estado salvaje y el exotismo de las numerosas minorías étnicas que la pueblan. Es el lugar ideal para amantes del 'trekking' y de la aventura, pero también para quienes disfrutan de la incomparable sensación de sumergirse en culturas que tienen muy poco que ver con la propia. Sin embargo, la frontera con Myanmar (antes Birmania) es también una de las zonas más inestables del país, hogar de traficantes de personas y de drogas, y foco de tensiones entre ambas naciones. No obstante, el reciente establecimiento de eficaces controles por parte del Gobierno tailandés ha hecho florecer un nuevo estilo de turismo alejado de los circuitos tradicionales y que permite la combinación de cultura y aventura: es el 'home stay' (la estancia en hogares locales). Se puede practicar en cualquier parte, pero es una forma de viajar que sobresale en países en vías de desarrollo y en lugares en los que habitan grupos sociales minoritarios o de difícil acceso.

En el caso de esta iniciativa, impulsada por la Fundación Mirror, apoyada por la Organización Internacional del Trabajo, hay un doble objetivo: por un lado, acercar las culturas de las minorías étnicas a las occidentales y, por otro, proporcionar a poblaciones depauperadas una forma de vida que las aleje del fantasma de la prostitución y de la explotación laboral. Aunque este tipo de turismo -que proporciona alojamiento en poblados reales y en condiciones idénticas a las de los locales- está dirigido a un público joven, independiente y concienciado, lo cierto es que va ganando adeptos en todos los estratos de edad. Ahora, con la crisis económica, resulta si cabe una forma más atractiva de conocer mundo, ya que su costo supone una fracción del equivalente a un viaje organizado 'de toda la vida'.

En la jungla

Liz, de 27 años y nacionalidad estadounidense, aterrizó en el caluroso aeropuerto de Bangkok en busca de sol y playa. Desde la capital tailandesa, el mayor núcleo turístico del continente, reservó alojamiento y diversas actividades en las paradisíacas playas del sur del país. Al cabo de dos días, escapó horrorizada. «Buscaba descanso, pero también una atmósfera exótica. Sin embargo, me encontré inmersa en un ambiente totalmente anglosajón, con decenas de jóvenes vestidos con camisas de palmeras viendo los partidos de la 'premier league' inglesa en pantallas gigantes, bien armados de litros y litros de cerveza. Algo muy decadente. Los paisajes son maravillosos, pero el turismo masificado es una pesadilla», relata.

Fue entonces cuando el responsable del 'bungalow' en el que descansaba le comentó la posibilidad de hacer un tour por el norte del país, visitando a minorías étnicas de nombres tan sugerentes como el de las 'mujeres jirafa'. «Decidí probar suerte y volé a Mae Hong Son, en el extremo noroccidental de Tailandia».

Junto a Liz, una decena de turistas, de edades comprendidas entre los 16 y los 65 años, tuvieron la ocasión de visitar poblados de minorías étnicas en un 'tour' de cuatro días. «Todas las noches nos alojábamos en casas típicas preparadas para el turista, equipadas con aire acondicionado y agua caliente y nos transportaban en cómodos minibuses. Los poblados parecían más un espectáculo que algo real, pero esta versión 'light' del 'home stay' es quizá lo más adecuado para quienes todavía recelan de la seguridad de la zona o, simplemente, desean disfrutar de comodidad». La experiencia no consiguió saciar por completo la curiosidad de Liz. Animada por uno de los guías, exploró la página web de la Fundación Mirror y decidió probar su 'viaje al corazón de las tribus'.

Ni electricidad, ni agua corriente. Una pequeña estera para dormir, y una dieta a base de arroz y vegetales. El gallo como despertador, a las cinco de la mañana, y caminatas de varios kilómetros a través de la frondosa jungla de la provincia de Chiang Rai, en compañía de mujeres que van a por agua al río y de hombres que se adentran en busca de materiales de construcción: madera y bambú. Es la vida real, sin edulcorantes. Aquí son pocos los que visten de forma tradicional y las ropas de quienes aún mantienen la costumbre no tienen nada que ver con los impolutos vestidos de los poblados turísticos. Tampoco hay tiendas de 'souvenirs', ni locales en los que degustar una hamburguesa. «Se echan de menos ciertas comodidades -explica Liz-, pero no hay otra forma de entender cómo vive esta gente, cuya renta no alcanza los 500 euros al año. Y es una experiencia que nos impulsa a valorar más lo que tenemos, y a ser más conscientes del mundo que nos rodea».

A Liz, al igual que a Hitomi y Sayuri, dos recién licenciadas japonesas de 22 años, no les queda otro remedio que ducharse en un pequeño cercado de bambú con un cazo de plástico, y hacer sus necesidades en un agujero en el suelo con una sinfonía animal flotando en el ambiente. «No somos masoquistas, ni mucho menos, queremos sentir una forma de vida diferente, alejada de la estresante vida urbana, que nos acerque a personas que, de otra forma, sólo conoceríamos por documentales», comenta Hitomi. En Japón, el 'home stay' es una tendencia muy extendida entre los recién graduados. «Se considera un complemento a la educación académica, además de una forma constructiva de hacer turismo», añade Sayuri.

Aye es responsable de la confección de los itinerarios, y de la negociación con las familias que están dispuestas a dar cobijo a los turistas. «El 'home stay' es una ayuda muy importante para los poblados de las minorías étnicas de la zona. Es una fuente de ingresos esencial para una población que vive de la agricultura de subsistencia y que se enfrenta a peligros como el tráfico de personas. El número de turistas que deciden convivir con esta gente aumenta alrededor del 50% cada año, y cada vez recibimos a gente de mayor edad. Su aportación es más que un grano de arena para el desarrollo de esta región. Es un turismo concienciado y muy beneficioso para la comunidad».

Bajo las estrellas

A 3.000 kilómetros de distancia de la provincia de Chiang Rai, en la interminable estepa de Mongolia, las opciones son escasas. La estancia en familias nómadas se convierte en una necesidad cuando no hay ningún tipo de infraestructura hotelera en cientos de kilómetros a la redonda. Por esta razón, el 'home stay' tiene una aceptación espectacular entre los turistas que se acercan al país de Gengis Khan, cuyo número crece sin cesar a pesar de las turbulencias políticas que sacuden el territorio, una superficie tres veces la de Francia con una población similar a la del País Vasco.

Son muchas las opciones que ofrecen las agencias de viaje, tanto locales como internacionales: desde recorridos en antiguas furgonetas rusas que en sí solas ya proporcionan una aventura, haciendo noche en la tradicional yurta mongola más cercana, su vivienda, experimentando así la excepcional hospitalidad del país; hasta recorridos en flamantes 4X4, hospedándose en poblados de yurtas confortables preparadas para los paladares más exigentes. En Mongolia, a diferencia de otros países, el mayor incentivo para los visitantes no se encuentra en museos o monumentos, sino en la forma de vida de su población, inalterada desde hace siglos, y en los sobrecogedores paisajes de una tierra salvaje, a la que todavía no han llegado los postes de la electricidad ni las antenas para los móviles.

Cae la noche sobre la estepa del centro del país. Tander, Toya y Delgerma tienen que agrupar a sus animales en los cercados. La temperatura cae en picado. Alex y Yolanda, dos jóvenes catalanes, observan con atención el trabajo de la familia nómada. La pequeña Itchko, de cinco años, los mira con intensa curiosidad. «El 'home stay' no sólo abre los ojos occidentales a culturas diferentes, también informa a los lugareños sobre otras formas de vida», comenta Anar Chack, guía e intérprete de la pareja española, que se ha decidido por la opción de la furgoneta rusa de manguitos podridos.

En el interior de la yurta no hay división alguna. La privacidad es un término desconocido para los nómadas. La vivienda es una construcción circular con un esqueleto de madera y un revestimiento de pieles y tela. La familia compartirá su espacio vital con los tres visitantes, que son agasajados con yogur elaborado con leche de yegua -y con algún pelo distraído que otro-, y con queso de cabra cuya dureza puede competir con la de una piedra. Para regar tan delicioso banquete, nada mejor que unos tragos de vodka, a la salud de los invitados.

Un manto de estrellas de una densidad desconocida ilumina la planicie. El mercurio del termómetro coquetea con el cero, pero no es razón suficiente para impedir que Alex y Yolanda disfruten del espectáculo tumbados sobre la alfombra verde de la estepa. «El silencio total, y la completa compenetración con la naturaleza sin dependencia alguna de la tecnología, parecen hoy algo imposible. Sin embargo, convivir con estas familias nos ha demostrado que no. Este viaje nos dará mucho que pensar. No volveremos a ser los mismos después», asegura ella.

La pareja española tiene claro que esta forma de viajar se extenderá rápidamente entre los jóvenes. «Cada vez se tiene menos miedo a viajar a países asiáticos, y somos muchos los que no queremos encerrarnos en la rigidez del clásico 'tour', explica él. «Queremos conocer la realidad de estos lugares de primera mano y, si además, contribuimos directamente al bienestar de gente que tanto lo necesita, mejor».