Veinte años junto al Estrecho
Transcurría el otoño de 1998 cuando, en la costa española de Tarifa, emergió un cadáver que no sólo nos hablaba de su propia muerte sino de muchas otras, la de la esperanza, la de la solidaridad, la de un sistema de valores que consagraba la ley del más fuerte, la del capitalismo salvaje que ahora, veinte años después, también parece desmoronarse. A tal fin, ayer sábado, diversas organizaciones no gubernamentales convocaron un acto de memoria y reivindicación al que, próximamente, seguirá la inauguración de una escultura conmemorativa, obra de José Luis Tirado, que será emplazada en un punto de ese mismo litoral.
Actualizado: GuardarAntes, desde el ecuador de los 80, los pescadores del Estrecho ya habían entrevisto a media agua otros cuerpos sin vida, pero no hubieran sabido precisar su procedencia, su oscura condición de pecios humanos, su desesperado mensaje en la húmeda botella de los sueños rotos. De hecho, la Guardia Civil ya había rescatado veinticuatro cuerpos en 1997 y sus archivos afirman que ese mismo mar se cobró otros veintidós al año siguiente, pero aún no había conciencia pública de lo que ocurría ni de que aquellos bultos a menudo sin rostro y sin ojos constituían el retrato del nuevo orden mundial, que nos quería ciegos e invisibles, cuando la desesperación ya no llamaba a la rebeldía ni a la revolución sino al simple instinto de supervivencia.
En aquel momento, en cambio, en aquella vieja arena de Los Lances, a los ojos de los transeúntes, de algunos periodistas, del juez de guardia y de los funcionarios de servicio, Africa podía tocarse ya como los restos de un naufragio colectivo: el de la globalización mercantil, concebida a la medida de los poderosos, la misma que provocaba mortandades remotas, pandemias, niños a mano armada, mujeres vendidas, hombres comprados.
Llegaron más: a 2 de noviembre de 1989, el mismo año en que caía el muro de Berlín y en esa misma playa, amanecieron otros dieciocho cadáveres, que ya retrató el ojo público de Ildefonso Sena, en las páginas de Diario de Cádiz. A la primavera siguiente, cuando doblaban las campanas de la Semana Santa, ese mismo litoral se pobló de otros muertos que hablaban de otro crimen: el de la lenta pero constante expoliación de un mundo a expensas de los poderosos, de la opulencia de las grandes metrópolis mundiales frente a la falta de pozos o de sueldo fijo, de fin de mes o fin de año; de un fin raza, la dignidad, a manos de nuevo del tanto tienes, tanto vales, bajo el cepo de las deudas eternas y las relucientes botas de los sátrapas propios y ajenos.
Nos enfrentamos entonces a una clara paradoja: mientras se desplomaba el telón de acero, la Unión Europea levantaba en el Estrecho de Gibraltar un nuevo muro de la vergüenza. Y España se prestaba a servir de gendarme de los intereses de un nuevo orden mundial que auspiciaba la eliminación de fronteras interiores pero al mismo tiempo reforzaba la fortaleza europea frente a aquellos nuevos bárbaros del sur. La hipocresía del sistema propiciaba que las mercancías y los capitales circularan libremente por el mundo mientras se ponía crecientes trabas a que se moviera con esa misma libertad el ser humano, que desde antes de que existiera la historia, había viajado siempre hacia nuevos horizontes.
Hubo otras playas, claro, como las del mediterráneo, desde Albania y Libia hacia las costas italianas, o desde las calas de Marruecos hacia las del resto de Andalucía. Más lejos, más muertes, más contradicciones comulgadas con ruedas de molino por las democracias europeas que con una mano suscribían las declaraciones universales de los derechos humanos pero con la otra pagaban a gobiernos africanos para que impidieran a sus habitantes el libre ejercicio de uno de sus principales derechos civiles, el del poder abandonar su país en el momento que quisieran.
Aquellos irlandeses, portugueses y españoles cuyos abuelos emigraron al otro lado del Atlántico por causa de las hambrunas, de la simple ambición o de las estrecheces, aquellos británicos, franceses y alemanes que en el pasado tuvieron que huir de las persecuciones políticas y religiosas, aquellos italianos y griegos que en días pretéritos escaparon de la violencia, cerraban ahora sus puertas a los desesperados, a los que no estaban dispuestos a dejarse morir de aburrimiento o de tráfico de armas, de Ebola, de Sida o de falta de fármacos carísimos, de machismo y de tiranía. Las mafias y los uniformes prosperaron en derredor de aquel drama colectivo.
Ahora que la memoria histórica abre fosas intentando cicatrizar las heridas de una guerra ocurrida hace setenta años, no vendría mal abrir los nichos de estos cuatro lustros de espaldas mojadas caídos a la orilla del paraíso europeo. No vendría mal identificarles, si es que ello es posible, y devolver sus restos a aquellos que todavía le aguardan en sus lugares de origen. Pero, sobre todo, ahora que se desploman los principales becerros de oro de la globalización capitalista, tal vez lo que conviniera abrir sería un nuevo capítulo en nuestras vidas: la lucha, si dicha palabra todavía fuera posible, por una sociedad en la que la única crisis importante no fuera la de los ricos.