Cultura

El ala oeste de Hollywood

La industria estadounidense tiene en su sistema de gobierno y presidentes un filón argumental para su imaginario fílmico

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«Los americano harán lo que yo les diga». Seguramente en los equipos de Barack Obama y John McCain más de uno querría dar un puñetazo en la mesa como el de Charles Foster Kane y acabar con la agonía que aún les queda hasta el martes. Pero, mejor ser prudente. En público, tal grado de soberbia sólo se lo puede permitir el ciudadano Kane, y porque lo hace en celuloide, es decir, que en el fondo su gesto airado es una advertencia que el viejo Hollywood lanza desde las videotecas para alertar de los riesgos a lo que está sometida la democracia más antigua del mundo.

Ninguna sociedad se ha empeñado como la estadounidense en retratarse a través de su sistema de Gobierno. En su imaginario fílmico, las elecciones son mucho más que una votación. Son un ritual. Un culto con que consagrarse como la tierra de la libertad. Es lo que les gusta vender como «la democracia en acción», pese a que los índices de participación no suelan estar a la altura de tanto orgullo patrio. Así, durante el período del cine clásico, cuando las películas estaban -más que ahora si cabe- al servicio de la creación y exportación del nacionalismo yanqui, los comicios electorales aparecen como el pilar sobre el que descansa el imperio y el presidente electo, como el protector de toda la nación.

Y la fórmula funcionaba. El hollywoodiense antagonismo entre héroe y villano se adapta tan bien al western y al melodrama como a las tramas de trasfondo político en las que los protagonistas -los buenos, pero también los malos- son honorables representantes del pueblo. El poder corrompe, asumen, pero siempre cabe la posibilidad de que algún honrado idealista, un hombre del pueblo, llegue hasta lo más alto e imponga justicia. Sí. Cualquier día el señor Smith irá a Washington y se encarará con los apoltronados en el Congreso. Para guiarle en el empeño tendrá el ejemplo de los padres de la patria, especialmente el de Abraham Lincoln, a quien convierten en héroe cinematográfico antes incluso de que el cine se haga industria. Su figura se proyecta en Abraham Lincoln y El nacimiento de una nación (ambas de David W. Griffith), El joven Lincoln (John Ford) o Lincoln en Illinois (de John Cromwell) y su sombra planea sobre Caballero sin espada (peculiar traducción al castellano del elocuente Mr. Smith goes to Washington escogido por Frank Capra), El último hurra (John Ford) o El senador fue indiscreto (George S. Kaufman).

El espejo democrático

En estos títulos, la corrupción «crea grandes sombras» sobre los ideales americanos pero, como dice la ayudante del senador Smith, «éso es todo». Incluso las excepciones a este planteamiento no resultan tales. En El político Robert Rossen describe cómo un honesto abogado de pueblo se envilece de tal modo en el despacho de gobernador que se convierte en el peor de los déspotas. Con Ciudadano Kane Welles explica que la ambición política del todopoderoso prócer -espejo de más de un Hearst- es la consecuencia directa de su poderío mediático y económico. Ambas películas plantean un escenario amargo por verosímil pero buscan un desenlace que devuelve el sosiego al espectador. Dado que no hay posibilidad de arrepentimiento para ninguno de los dos protagonistas, la confianza en la democracia se restaura gracias a la intervención de un héroe solitario e, irónicamente, a los propios vicios del sistema; el gobernador interpretado por Broderick Crawford es asesinado a tiros por el único hombre virtuoso que queda a su alrededor y el magnate de Welles es derrotado por un rival que, sirviéndose de las propias armas de Kane, filtra a un periódico rival su idilio extramatrimonial. Pero a partir de los cincuenta el modelo clásico de agota coincidiendo con el asesinato de Kennedy y el Watergate, que ponen la puntilla a tanta ingenuidad. El cine asume que los buenos no siempre ganan y, lo que es peor; sí ganan es porque han dejado de ser buenos. Comienza entonces a mostrar el lado más oscuro del sistema, a reflejar que «mientras los problemas que acechan al pueblo son a largo plazo, las soluciones que ofrece son a corto y sólo sirven para elegir políticos», como denuncia el candidato independiente de Power (Sidney Lumet) en un revolucionario ataque de sinceridad.

Los americanos de a pie descubren que en el Capitolio y la Casa Blanca buena parte de la actividad política reside en jugar al despiste, que existe lo que en Tempestad sobre Washington (Otto Preminger) el candidato propuesto para cubrir una vacante en el Gobierno bautiza como «una mentira clásica de Washington». «¿No crees que él sabe que sabemos que nos esquiva?», pregunta un senador a un colega cuando Henry Fonda evita contestar a sus llamadas. «Sí, parece que tiene madera de secretario de Estado», le responde.

Son los años de oro del cine de políticos -muy alejado de lo que en filmografías como la italiana o la francesa se define como cine político- con títulos como Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula), El candidato (Michael Ritchie), El mejor hombre (Franklyn Schaffner), Los tres días del cóndor (Sydney Pollack), El mensajero del miedo o Siete días de mayo (ambas de John Frankenheimer). Se ha abierto la veda y las críticas caen de todos lados.

«Yo estoy por una absoluta y honrada democracia. Claro que también creo que el sistema americano puede funcionar», ataca gratuitamente Woody Allen en Recuerdos, un filme que nada tiene que ver con la cosa pública.

En este nuevo planteamiento, las elecciones dejan de ser un sacramento para convertirse en un espectáculo perfectamente orquestado por jefes de pista. La corbata y el corte de pelo se vuelven tan importantes como el discurso y para elegir sastre ya no basta con la opinión de la amorosa esposa. El asesor de imagen se profesionaliza -en el peor sentido de la palabra- y adiestra al candidato. «Si le tiemblan las manos, apóyelas en el atril. Mire a la cámara siempre y olvídese de los impuestos. Si quiere ganar su primer debate no debe comprometerse a nada», advierte el mercenario Richard Gere a un timorato aspirante al Congreso en Power (Sidney Lumet).

El asesor adiestra y a veces incluso doméstica. Lo mismo institucionaliza al progre aspirante a senador de El candidato -que inicia la carrera como un hombre de paja al que los propios demócratas consideran perfecto para esa función por ser «demasiado atractivo, demasiado joven y demasiado liberal para tener alguna posibilidad de ganar»-, que mete en vereda al «asquerosamente descuidado, desorganizado e indisciplinado» gobernador -también demócrata- de Primary colors (Mike Nichols), un trasunto de Bill Clinton nacido cuando el original aún estaba en el cargo.

¿Programas o personas?

«Todo lo que he aprendido en 26 años se resume en ésto; si les caes bien, te votan. La gente no vota a programas, vota a personas. Te dan su confianza si te conocen; si creen que te conocen», subraya Gene Hackman, asesor rival, y del rival, de Gere en Power. Así pues tendrán que potenciar e incluso inventar lo que va a encandilar al público. Y lo primero que debe tener un serio aspirante a la Casa Blanca es la familia adecuada. No sólo ejemplar. También eficaz. «Mi maravillosa esposa es de Nueva Jersey Son 15 compromisarios. Y, como ustedes saben, es medio judía, por lo que también conseguimos los 25 compromisarios de Florida. Nuestra hija espera su primer hijo para la primavera. Si es niña ha decidido llamarla Virginia... 13 compromisarios. Aunque sea niño le llamaremos Virginia», ironiza el presidente de Pánico nuclear al explicar cómo fue designado candidato. «Va a Harvard. Su padre se lo da todo en bandeja de plata. Toda mi vida me lo han pasado por las narices. No la ropa adecuada. No las escuelas adecuadas. No la familia adecuada», se lamenta el derrotado Nixon de Oliver Stone.

Luego viene el lanzamiento. «Es un norteamericano de los pies a la cabeza; un campeón de esgrima; un trabajador incansable; está lleno de vitalidad y energía; es un hombre dinámico; es un hombre del pueblo; se preocupa por las personas; tiene una inteligencia bárbara y encima toca la guitarra y canta», dice el coro de voces con que arranca el reportaje sobre el candidato que prepara el reportero de Ciudadano Bob Roberts (Tim Robbins). Lo que no dicen es que también es un tiburón de Wall Street de ideología fascista que está emparentado con la CIA y la mafia. Una joya.