MEDIOS. Una fotógrafa y un guardia civil. / I. PÉREZ
ESPAÑA

Terror en la universidad

Alumnos y profesores confiesan su angustia y su «alivio» en los minutos posteriores a la explosión

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Juan Pablo Artero, profesor de la Universidad de Navarra, no tuvo dudas en cuanto escuchó el estruendo. Lo sintió como hace seis años. La bomba que puso ETA en 2002, que explotó casi en el mismo sitio que la de ayer, le pilló caminando en la cuesta de Fuente del Hierro, uno de los numerosos senderos que hay en este campus de Pamplona. «Noté la onda expansiva en la espalda. Cuando he sentido cómo han crujido los cristales de las paredes, y hemos oído como un trueno, sabía lo que había pasado», explicaba minutos después del estallido, ya fuera de la zona acordonada. El terror volvió ayer a las aulas.

La columna de humo negro marcaba de forma inquietante el camino hacia el campus, situado al sur de la capital navarra. En un día helador y lluvioso, la humareda visible entre dos bloques universitarios de pálida fachada acrecentaba la sombría sensación de que «algo gordo» había ocurrido. Con esa imagen bajaba a paso ligero un grupo de adolescentes de un centro de Formación Profesional cercano. Corrían con curiosidad y también por miedo. Ataviados con sudaderas, viseras y pantalones anchos y caídos, su gesto era elocuente. La explosión les sorprendió en el recreo, «metidos dentro de un coche escuchando música». «Nos hemos asustado mucho», confiesan raudos. No era momento de poses. «¿Pero qué es esto!»

Un atentado corta la expresión. Junto al cordón policial se congregaban en fila india alumnos, docentes, personal de limpieza, trabajadores del comedor, cocineras... Incrédulos, todos con lo puesto, con la primera prenda que tuvieron tiempo de ponerse antes de salir corriendo tras la deflagración. En una mañana próxima a los cero grados, había gente en camiseta, con el delantal, la boca abierta, apelotonada bajo un único paraguas. Una maestra intentaba evitar que los estudiantes hablaran con la prensa, en un intento por sobreprotegerles.

«Gente sangrando»

Era mucho lo que habían sufrido. Teresa Goizueta, pamplonesa de 19 años, así lo vivió. Alumna de Derecho, estaba «empollando» en la residencia de estudiantes, al lado del parking reventado, cuando escuchó algo «como un trueno». «Hemos salido corriendo a la calle y allí he visto a la gente llorando, sangrando. Había una chica con sangre en el oído. Ha pillado a todo el mundo». En una zona segura, entre los álamos temblones del amplio jardín, enseguida pensó en los demás. «Se me ha parado el corazón. Tengo una hermana que trabaja en el edificio central, donde la bomba. Menos mal que mi padre me ha llamado por el móvil para decirme que no le ha pasado nada».

Pero esos kilos de explosivo podían haber tenido un efecto mucho más devastador. Estallaron sin previo aviso de los terroristas en unmomento en el que los universitarios y docentes disponen de un tiempo de respiro. El plazo de descanso dura quince minutos, a partir de las 10.45 horas, y la comunidad lo aprovecha para estirar las piernas, ir a la biblioteca, salir a la calle, volver al coche a por algo olvidado... Actividades que obligan a andar cerca del parking, poco minutos después reventado. No es de extrañar que los afectados hablaran ayer de «milagro». Por la zona de la explosión están las facultades de Periodismo, Filosofía, Humanidades, Informática, las oficinas centrales, la dirección de personal, la secretaría, el Rectorado... La fachada de granito que cubre el edificio más afectado ayudó a amotiguar el impacto de la deflagración dentro de las salas.

Una hora después de la explosión, las noticias eran más tranquilizadoras. Ya había quedado descartada la posibilidad de que una persona estuviera desaparecida y se comprobó la falsedad de una posterior amenaza de bomba en la Facultad de Medicina, desalojada también. Sin embargo, el nerviosismo cundió entre un grupo de estudiantes de Periodismo que había tenido conocimiento de que amigos suyos en la Facultad de Arquitectura estaban encerrados en las aulas por seguridad. De nuevo el móvil se reveló como un instrumento eficaz en medio del drama.

El grupo fue desalojado a las 12.30 horas, pero hasta entonces las habían pasado canutas. Juan Pablo Artero, el profesor que había sido testigo del atentado de ETA en 2002 en el mismo campus, estaba allí realizando unas gestiones, ya que él imparte Comunicación. Recomendó protegerse bien a los afectados. Tras la explosión, ocurrida delante de su edificio, bajaron a la calle y entre los coches de su aparcamiento deambularon un rato. El bedel había cerrado la verja por precaución. Enseguida tuvieron que atrincherarse.

El parking de Arquitectura y el recinto de la explosión son los únicos de todo el campus en el que cualquiera puede aparcar, ya que carecen de la barrera que controla el estacionamiento en los otros espacios, exclusivos para estudiantes y profesores. Estaban por tanto en zona de riesgo y se refugiaron lejos de los enormes ventanales de su bloque, en los pasillos de la planta de abajo y el Aula Magna. «Alejaros de los cristales», les pedía Artero. En ese momento había 500 universitarios en la Facultad, junto a 20 ó 30 profesores. El número de alumnos podría haber sido mayor. «Tuvieron fiesta anoche y algunos no fueron a clase», confiesa un compañero. Cuando el Cuerpo Nacional de Policía certificó que no había peligro de un nuevo coche-bomba, ordenó un rápido desalojo. Artero se quejó con amargura de la «fijación que tienen los terroristas con esta Universidad», atacada ya seis veces desde 1979. «Lo sufrimos todos los españoles, especialmente vascos y navarros», lamentó.

Un grupo se arremolinaba en la amplia zona acordonada más cercana al lugar de la explosición, donde todavía a la una de la tarde salía humo. Cuando los concentrados se enteran de que los terroristas de ETA habían avisado de la bomba en Vitoria, por confusión o sin ella, uno de ellos suelta de sopetón: «Encima de cabrones, cortos». Otro dice: «Igual lo han hecho queriendo, a malas». Y un chico con acento andaluz sentencia que hoy acudirá «con total tranquilidad» a clase.