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LA TRINCHERA

El listón de la felicidad

Porque somos así de egoístas, nos consuela pensar que nuestros problemas no son nada si los confrontamos con los problemas de los demás. Llegar a fin de mes, que antes era una tortura cotidiana, se ha convertido ahora en un agradable suplicio. Al menos hay una meta, un punto en el que poner el marcador a cero, afilar el lápiz, tomar aliento y coger carrerilla. El hombre se mide y se define, casi siempre, por comparación.

Daniel Pérez
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Cáritas informa de que el número de personas a las que presta ayuda se ha incrementado en un 40%. Hay pensionistas e inmigrantes, autónomos, albañiles, licenciados, jornaleros. Gruesos tochos de solicitudes, relatos sintéticos y cruciales que hablan de pequeñas tragedias, empiezan a acumularse en los archivadores de las ONG. Resulta que los pobres ya no son una minoría sórdida, una cuadrilla insólita de vagos, alcohólicos o idiotas. Resulta que también tienen un nombre, una cara, una historia demasiado cercana, demasiado tangible y peligrosa como para que les prestemos una pizca de atención. Da miedo pensar que si desarmamos los resortes de sus vidas y colocamos pacientemente las piezas en fila, bastaría con variar de sitio un único elemento (aquel golpe de suerte o de infortunio, aquella maldita decisión), para que todo cambie, crezca o se ensucie. Usted o yo, con las tribulaciones adecuadas, podríamos ser los siguientes.

La crisis -que ya actúa como un ente maligno dotado de personalidad propia, una suerte de espantajo que se alimenta de contratos frágiles y sueños ajenos-, ha vuelto a bajar el listón de la felicidad. Puede darse usted con un canto en los dientes si tiene pan, el calor de una casa y un empleo estable. Da igual si es peluquero canino o catador de laxantes. Da igual si se levanta a las seis de la mañana. Da igual si las jornadas se eternizan, o si su jefe quiere regalarle a su mujer un pañuelo bordado con las tiras de su pellejo. No se haga el héroe. Cuídese de perder el norte por algún ridículo exabrupto, o por un rapto inesperado de dignidad. Lo importante es no acercarse al precipicio. Que las piezas encajen. Que nada se rompa o chirríe. Aunque de vez en cuando haya que agachar la cabeza. Morderse la lengua. Tragarse la rabia.

Piense en la miseria. Piense en la calle. Piense en la legión de desarraigados que hace cola en los archivos de Cáritas. Y no se olvide: ni usted ni yo, pase lo que pase, queremos ser como ellos.