MIRADAS AL ALMA EL MIRADOR

Santuarios bodegueros

Existen lugares donde el pensamiento y la inspiración se enriquecen. Ir a una vieja bodega de nuestro rincón del sur es uno de ellos. En las bodegas el tiempo no está muerto, aunque lo parece. El tiempo viejo y sabio sabe saber esperar para dar sabor añejo a los ricos caldos que aguardan pacientemente en las botas de madera. Allí, en las bodegas, las palabras sobran, las conversaciones estorban, las prisas pierden su sentido y los relojes gustan desmayarse en cada segundo para dormir de gusto. Sólo los sonidos que el roble da, que un ratoncillo jerezano jugueteando nos regala y que los pasos sobre el albero nos dicen, son los que debemos saber escuchar; esos y el silencio bodeguero, el cual nos dice sin decir los secretos de su misterio.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Los vinos necesitan pasar a través del tiempo, y éste gusta verlo madurar, crecer y recrearse en su espíritu. Cuando uno pasea por las bodegas con sus bóvedas empolvadas, sus telarañas bien construidas (pues hasta sus arañas son más sutiles ahí), sus paredes agrietadas y su luz de candil, se da cuenta de qué es ese salón oscuro que contrasta con todo lo demás. Las bodegas van afortunadamente a contracorriente de este caótico mundo de las prisas. Es ese antiguo legado resquicio de un Jerez mejor que ya casi no se ve. Y es que sólo aquello que sabe esperar sabe darlo todo. Darse todo, en cuerpo y espíritu, como los vinos que supieron esperar. Uno necesita aislarse del mundo para saber valorar la paz y armonía que nos perdemos. Quien sabe esperar es quien mejor recoge. En las bodegas se sabe esperar mejor al pensamiento y el pensamiento se sabe beber mejor, sorbo a sorbo, entre olorosos, finos o amontillados que nos endulcen la amarga realidad de afuera.

Todos deberíamos rezar en las bodegas, con el cáliz y su fruto, santuarios de calma donde remansa el oro líquido de nuestra cultura misma, nuestra idiosincrasia.