TENSIÓN. Estudiantes islámicos asaltan la legación de EE UU en Teherán en noviembre de 1979. / EFE
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El decisivo voto del ayatolá

La crisis de los rehenes de la Embajada de EE UU en Irán cercenó la esperanza del presidente Carter de continuar en el Despacho Oval

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Jimmy Carter no quería enfrentarse en un debate con Ronald Reagan. El presidente demócrata, que aspiraba a la reelección, era consciente de que tenía todas las de perder. Y no porque su rival republicano estuviera más acostumbrado a participar en duelos, aunque fueran ficticios y revólver en mano en westerns de bajo presupuesto. Estaba en inferioridad y lo sabía. Tenía enfrente a dos contrincantes: el propio Ronald Reagan y el ayatolá Jomeini. Así era imposible ganar a pesar de todos los ánimos y consejos de sus asesores de campaña. Porque el antiguo cultivador de cacahuetes en su Plains (Georgia) natal era un hombre campechano y amable, pero no tonto.

Y así fue. La captura de rehenes estadounidenses en Irán, además de la mala situación económica y enérgetica por la que atravesaba el gigante americano y sus tumbos en política exterior fueron demasiado peso para que logros como el acuerdo de Camp David entre palestinos e israelíes lograran nivelar la balanza. Pero sobre todo, el asalto a la Embajada en Teherán a cargo de las huestes islámicas de Jomeini -se dice que entre ellas estaba el actual presidente persa, Mahmud Ahmadineyad- y sus desacertados intentos para resolver la crisis fueron las llaves que cerraron a cal y canto la continuidad de Carter en el Despacho Oval.

Exigencias de Teherán

La acción de los yihadistas iraníes se inició el 4 de noviembre de 1979, cuando las autoridades de la República Islámica tomaron la legación estadounidense en protesta porque Washington desoyó sus demandas para que extraditase al sha Reza Palevi, que seguía un tratamiento contra el cáncer en la ciudad de Nueva York. Quinientos exaltados hicieron rehenes a 66 diplomáticos y ciudadanos estadounidenses. El pueblo norteamericano tembló. Y comenzó a exigir a la Administración Carter una solución. Pero el presidente no supo o no pudo gestionar adecuadamente la situación.

En primer lugar, Washington aplicó sanciones económicas y diplomáticas contra el régimen revolucionario iraní. Sin éxito. La vuelta del sha para ser juzgado seguía siendo condición 'sine qua non' para la liberación. Ante el atasco de la negociación, Carter optó por las acciones militares. Pero la llamada 'operación Águila' resultó ser una chapuza. Los helicópteros de asalto se averiaron y los aviones de escolta se quedaron sin combustible. Prueba no superada. «Fue mi decisión intentar la misión de rescate. Y fue mi decisión cancelarla cuando surgieron problemas», comentó abatido el inquilino de la Casa Blanca. Otro incursión posterior tampoco tuvo éxito.

La cólera de Teherán iba en aumento al mismo ritmo que el miedo de los familiares de los rehenes ante el riesgo de que fueran asesinados. No sucedió, pero sí representó el fin de Carter. Cuando por fin accedió el 28 de octubre de 1980 a enfrentarse a Reagan sabía que su suerte estaba echada. Los guiños para acercarse al auditorio con chascarrillos familiares y alguna metedura de pata ofrecieron una patética imagen del mandatario demócrata, a quien su papel de político honesto y cercano no le bastó para salir airoso.

Ronald Reagan se llevó el duelo de calle como en sus mejores escenas del celuloide en los parajes agrestes de Monument Valley, lo que luego ratificó en las urnas con otra clara victoria. Además, el mismo día que juraba su cargo como primer mandatario estadounidense -20 de enero de 1981-, las autoridades iraníes dejaban libres a los 53 rehenes que aún mantenían en su poder tras 444 días de cautiverio.

Triunfo y liberación

Fue el feliz inicio de un mandato, con claroscuros, que tuvo un segundo capítulo con la reeleccion del veterano antiguo actor y ex gobernador de California. Una prolongación de su estancia en el Despacho Oval a la que, sin duda, ayudó una circunstancia bastante dolorosa, al sufrirla en carne propia: el atentado a manos del orate John Hinckley, obsesionado con la actriz Jodie Foster. El 30 de marzo de 1981, Hinckley disparó contra Reagan y su escolta frente al hotel Hilton de Washington. Dicen que cuando el presidente cayó herido por los balazos de su agresor de repente recordó alguno de sus diálogos cinematográficos y se le oyó murmurar: «Nunca debí cruzar el Mississipi». Pero quizá se trata sólo de un rumor y además, ésa es otra historia.