
La lucidez del pesimista
Rafael Chirbes arremete en las Presencias de la UCA contra «esta sociedad podrida, basada en el 'toma el dinero y corre'»
Actualizado: GuardarRafael Chirbes cree en la literatura por la literatura. En sus novelas no hay concesiones a las tramas sencillas, ni amores planos, ni aventuras históricas, ni intrigas de salón. Escribe como vive, ajeno a la cara frívola de la existencia. Hace ya algunos años que optó por aislarse de todo. Observa el mundo desde la pequeña localidad valenciana de Beniarbeig, y sólo abandona su cálido refugio de asceta en contadas ocasiones. Ayer, el solitario Chirbes, el escéptico eremita, autor de obras maestras como Crematorio o La caída de Madrid, participó en las Presencias de la UCA, donde se prestó a una intensa entrevista realizada por el crítico literario Daniel Heredia.
Más cercano, bromista y amable de lo que cabía esperar de alguien que carga con la etiqueta de autor difícil, Chirbes reconoció que «al final», siempre acaba escribiendo sobre sí mismo, «o mejor dicho, contra mí mismo, que es una forma, también, de escribir contra los lectores, una colectividad de la que formo parte». No lo hace por ombliguismo creativo, sino «por miedo y por pereza, porque no hago mucho más en mi vida que escribir, incluso dudo de que sirva para cualquier otra cosa», ironizó.
La mirada de Chirbes, lúcida y pesimista, habla de una sociedad vacía de principios, en la que prima el «toma el dinero y corre», podrida de egoísmo, nihilista, pobre y desesperanzada. Pero sus textos no buscan la redención del autor, ya que él mismo reconoce que no tiene valores, y que tampoco, «a estas alturas, estoy dispuesto a dar la cara por nadie».
Que ningún lector busque en sus libros un mensaje consolador: «No lo hay porque no soy cura, ni político, ni psicólogo. Me limito a decir lo que veo, lo que pienso y lo que siento, pero sin moralejas, sin pretender que nadie comparta ni deje de compartir lo que digo».
Esa pérdida de fe en el género humano, o más bien en su incapacidad para organizarse de un modo justo, para implicarse en el dolor de los demás, alcanza a todos, sin excepción: «Entiendo mejor al que mata para comer que al que come algo que otro ha matado, simulando encima que no le gusta la carne. Odio a los que vampirizan la culpa de los demás, a los supuestos inocentes que enciman van de predicadores».
Se niega a que cualquiera lo confunda con alguno de los especímenes de esta última categoría de hipócritas: «Yo no doy lecciones. Yo no hago nada por cambiar lo que no me gusta. Yo, al igual que vosotros, puedo percibir cierta empatía con las víctimas, con las mujeres maltratadas, con los desheredados, con los que se mueren de hambre, con los que padecen enfermedades y dictaduras, pero no arriesgo ni un ápice de mi felicidad apacible por ellos. No somos mejores por estar de su lado».
A pesar de sus recelos iniciales, el autor acabó hablando de la crisis: «Vaya, parece que Marx tenía razón, y que hasta Lenin-Bush tiene colectivizar bancos para salvar los muebles, pero, de todas formas, siguen sin darse las condiciones para ningún tipo de revolución. ¿O alguien de aquí se presenta voluntario para coger el fusil?».
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