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Sentimientos de ficción
El estreno del novelista madrileño, afincado por temporadas en los Estados Unidos, en el catálogo de la editorial Alfaguara se llama Ya sólo habla de amor. A este título hay que añadir recientemente -en calidad de reediciones en el mismo sello editorial- otros dos anteriores de los años noventa: Lo peor de todo (1992) y Tokio ya no nos quiere del año 1999.
Actualizado: GuardarYa sólo habla de amor, en pocas palabras, es el relato de la bajada a los infiernos privados de Sebastián a partir de su separación de Alicia. En ese recorrido por la soledad del desterrado amoroso, en la indagación introspectiva del protagonista existen más sombras que luces, pero sobre todo aparece la constatación de que el dolor también puede ser materia prima para la ficción en varias vertientes.
En primer lugar, el más obvio, que supone la composición de esta última novela de Ray Loriga. Pero además, y más importante, la revelación de que el dolor por la pérdida del ser amado puede constituir por sí mismo la construcción de una ficción en la realidad.
Ficción en la realidad
Tras la lectura de Ya sólo habla de amor, al lector se le plantea aquella pregunta simple, pero decisiva, que cerraba el poema de Felipe Benítez Reyes titulado Estampa matinal: ¿Y qué es/ la realidad?. Las cuestiones más sencillas dicen que son las de más difícil respuesta.
El libro de Ray Loriga plantea también esta incógnita, pero formulada desde la perspectiva del dolor producido por una separación. La realidad, parece concluir el autor madrileño, es imposible vivirla desde la absoluta objetividad, pues ha de pasar necesariamente por los filtros de lo subjetivo.
En el caso de Sebastián, el protagonista de Ya sólo habla de amor, la vida sólo se puede abordar desde su dolor, desde su sufrimiento. De tal manera, la conclusión parece evidente: la realidad no es más que la ficción que el sujeto construye a partir de sus circunstancias personales; es decir, la vida no se vive, se siente. Y, por consiguiente, toda existencia se reduce a la creación ficticia de una realidad que realmente no existe y que, por lo tanto, dependerá de las circunstancias emocionales de cada cual.
Los estratos de esa ficción no se limitan a los sentimientos que uno pone en juego en su partida con la realidad, sino que además incluyen las narraciones más estrictamente ficticias que cada uno se cuenta o se crea. Así, en Ya sólo habla de amor, Sebastián se inventa como alter ego al jugador argentino de polo Ramón Alaya, en el que proyecta sus deseos, que se corresponden exactamente con sus carencias: hombre de mundo y de éxito, asiduo de las páginas de sociedad, cariñoso con los niños e irresistible para las mujeres -gran amante, por lo tanto-
El descubrimiento
Y entonces, en un momento dado del peregrinar de Sebastián por su dolor y por los salones donde se celebra la fiesta de la embajada suiza a la que ha sido invitado, aparece Christian, la encarnación de todos los atributos que Sebastián había colocado en Alaya, es decir, la confirmación real de su ficción.
Evidentemente, este descubrimiento, esta constatación en vida de su imaginación hará mella en Sebastián, pero ese es el final de la novela que sería de muy mal gusto desvelar.
Aquí concluye la historia de Sebastián, pero, como en toda narración, hubo un principio que cambió el rumbo de la cotidianeidad y puso en movimiento el engranaje del dolor.
Un inicio que, como no podía ser de otra forma, constituye por sí mismo otra ficción, otro invento de la imaginación de Sebastián. El protagonista de Ya sólo habla de amor fabula con la posibilidad de hallar un amor más completo que el compartido con Alicia y sale en busca de él soltando el lastre del pasado con su mujer y sus hijas. Sin embargo, todo se tuerce de tal modo que esta decisión, fruto de sus deseos más que de la realidad, lo lleva a la espiral de dolor y soledad que se relata en la novela.
Amor intangible
Pero además en su arrogancia no se da cuenta de que «ese amor intangible que Sebastián perseguía no sólo no podía existir, sino que de haber existido, él no hubiese sido nunca capaz de lograrlo». Además, Sebastián no es consciente de que, como se dice unas líneas más arriba de las mencionadas, «no hay más amor que el construido, el sujetado y alentado entre el tráfico de las condiciones reales».
Parece que, por lo tanto, estamos condenados a nuestros propios cuentos, a nuestra imaginación, a someter a la realidad a las ficciones que nos creamos. Asumamos entonces nuestras responsabilidades en y con la vida que nos hemos contado, a pesar de sus capítulos torcidos y sus finales no tan felices.