La romería de las bodas
Los habitantes de este pueblo remoto del Atlas marroquí celebran cada año una ceremonia de matrimonios colectivos que coincide con la fiesta del santón local
Actualizado: GuardarLlego al pueblo de Imilchil al olor de uno de los 'musems' (romería) más populares de Marruecos. Una romería que rompe la calma en el corazón de la cordillera del Atlas cada año a finales del verano. Son siete horas por carretera desde Rabat. Menos tiempo del que se empleaba hasta hace tres años, cuando el asfalto desembocó aquí sobre caminos de la época de la colonización francesa. En la pedanía de Ait Amar, una veintena de kilómetros más allá de Imilchil, la tumba del santón local, Sidi Ahmed Ulmaghani, es el centro de toda la celebración.
Las nubes de polvo que levantan por la pista los camiones atestados de paisanos son el telón que esconde el descomunal mercado en esta extensión rodeada de montañas. Miles de animales y cientos de puestecillos improvisados. Varios tratantes de ganado luchan contra un dromedario díscolo, mientras otros cierran la venta de varias mulas y burros. La ceremonia del té hace de notario a menudo tras el pago y el apretón de manos. Muchos acampan al raso al caer la tarde y las laderas se salpican de fogatas y corrillos de gente.
En este zoco al aire libre se compra y se vende de todo. Es la antesala necesaria al crudo invierno, que atravesará como una daga sin piedad estas tierras a casi 3.000 metros de altura en pocas semanas. Las familias se aprovisionan de ropa, zapatos, alfombras, muebles, calefacciones, menaje del hogar, alimentos, grasa, aperos de labranza, grano... Me asegura un vecino que la vida por estos campos es por necesidad espartana y una familia es capaz de salir adelante todo el año con 250 ó 300 euros.
«Estamos a casi 3.000 metros de altura, en una de las localidades más pobres del mapa de Marruecos. Que una familia sea capaz de salir adelante todo un año, no todo un mes, con ese dinero da una idea de la pobreza que hay», señala Mounir Kegy, un activista bereber. «El Estado debería pedir disculpas a esta gente aislada, que vive como en la Edad Media y que a pesar de todo lo celebran».
Los hombres cambian la tradición, pero la pobreza, el comercio y la petición de favores al marabú no es lo que más atrajo la atención de los antropólogos hace décadas. Los habitantes de Imilchil y su veintena de aldeas aprovechan la romería para celebrar en grupo sus bodas en un acto que evoca una vieja leyenda. El amor del joven Isli y la joven Tislit era imposible porque pertenecían a tribus distintas. Sus lágrimas por el dolor sin consuelo brotaron hasta llenar dos lechos vecinos que son hoy los lagos Isli y Tislit, dos ojos que miran al cielo en medio de las montañas y en cuya orilla se ha levantado algún albergue para acoger las cada vez más numerosas visitas.
Me habían advertido precisamente de la presencia de forasteros en tropel que, arrastrados por esta tradición secular, han acabado por contaminar el 'musem', que se guardó casi intacto entre unas cuantas familias hasta mediados del siglo pasado. No me encuentro tantos turistas como esperaba -apenas dos docenas-, pero sí compruebo que la celebración debe de estar ya muy lejos de lo que fue. Uno de los novios, Atmane Ait Hicham, de 20 años, se queja. «La tradición va marcha atrás. La tierra no cambia. El cielo no cambia. Son los hombres los que alteran las tradiciones. Antes esto no era así». Un hombre se acerca mientras hablo con él en presencia de su prometida. Es su suegro, que no quiere que su hija intervenga y no parece contento de ver al joven conversando con un extraño.
El proceso de encontrar pareja y entablar relaciones es sin embargo en estas tierras de bereberes, habitantes originales de lo que hoy es Marruecos, distinto al dictado por los mayores en la tradición árabe, como explica Munir Kegi. «Aquí hay más libertinaje y dos jóvenes pueden hablarse incluso sabiéndolo sus padres. Pasean por la tarde por el campo, que se convierte en lugar de encuentro donde emplean un lenguaje poético para conocerse». Es lo que en lengua tamazig (bereber) se conoce como 'taqerfyt'.
Una gran jaima, bajo la que se instalan sillas de plástico alineadas, espera a los contrayentes, que se agrupan al solano junto a un retrato 'king size' del soberano Mohamed VI. Los van nombrando lista en mano. Primero ellas, después ellos. Guardan silencio y compostura marcial bajo la tela oscura de la tienda. Ellas de pie, ellos sentados. El ceremonial se congela durante casi una hora, el tiempo que tarda en llegar la comitiva del gobernador de la región, que preside el acto.
Limitaciones legales
Los adules y el juez controlan y certifican el proceso. Van llamando una a una a las 29 parejas, que se acercan a la mesa acompañados del padre de cada chica. Enseñan sus papeles, se comprueba su identidad y muestran su disposición a unirse en matrimonio antes de recibir una ayuda económica en un sobre de manos de las autoridades. Todo ocurre con el trajín del zoco de fondo.
«Finalmente, sólo se han podido celebrar 20 de las 29 bodas», me comenta Mohamed Serhane, juez y doctor en Mudawana (nombre que recibe el Código de Familia). Algunas de las chicas se han presentado siendo menores de 18 años, en contra de lo que exige esa ley, aprobada en 2004. Otros contrayentes no han dejado pasar los cuatro meses prescritos después de haberse divorciado.
No es obligatorio que las parejas se casen en Imilchil durante la romería, pero para bodas y divorcios fuera de estas fechas lo único que les queda es acercarse a la localidad de Rich, a 150 kilómetros, donde residen los adules más cercanos, y a Errachidía, más lejos aún, donde se encuentra el juez.
«Los sabios han dado el visto bueno para nuestra unión», me cuenta Ouhdarou Bassou, un agricultor de treinta años, instantes antes de formalizar su unión con Ijaa Rabha, de diecinueve, que prefiere permanecer callada y con el rostro cubierto. «Estas bodas son una tradición milenaria, aunque esto ya no sea como antes porque ahora hay mucha fiesta y muchos visitantes».