Banderas amarillas
La epidemia vivida una década antes de La Pepa se cobró más de 7.300 vidas en apenas 20 semanas, pero forjó el carácter solidario y resistente de una ciudad llamada a ser protagonista
Actualizado:Empezaba el siglo, centuria de conflictos intensos. La guerra contra ingleses, primero, y con franceses después, dejó en la ciudad miedo, consternación y un sentimiento de pérdida al que ya estaba acostumbrada.
Sobre las azoteas, hospitales, lazaretos y murallas ondeaban banderas amarillas con un mensaje implícito que todos entendían. Se desplegaba la señal inequívoca de que el lugar estaba siendo devastado por el tan temido «vómito negro» y que en sólo cuatro meses recorrió todos los barrios de la ciudad.
Hasta en 18 comisarías estaba dividida Cádiz: Mundo Nuevo, Santiago, San Antonio y Bendición de Dios, Santa María y la Merced, Cruz de la Verdad, Ave María, San Lorenzo, Barrio Nuevo de Santa Cruz, Capuchinos, Nuestra Señora del Pilar, Nuestra Señora de Candelaria, Viña, Nuestra Señora de las Angustias, San Roque y Boquete, Nuestra Señora del Rosario y Puerta de Tierra y Puntales.
En ellas sus correspondientes comunidades religiosas: franciscanos, capuchinos, mercedarios, carmelitas, dominicos, agustinos. Clérigos de San Juan de Dios y de San Felipe Neri, religiosas concepcionistas descalzas y calzadas de Santa María y las agustinas de Candelaria. Y establecimientos de beneficencia y hospitales: colegios de San Bartolomé y Santa Cruz. Casa grande de viudas, antigua casa de viudas, casa de recogida, casa de expósitos, casa de misericordia, mujeres hospital de mujeres (vulgo), hospital de San Juan de Dios, hospital Real y el hospital de la Segunda Aguada.
La epidemia de fiebre amarilla empezó a finales de julio y principios de agosto de 1800 en el barrio de Santa María, extendiéndose rápidamente por la Sopranis y Botica. Allí vivía una población importante de castellanos nuevos, todos muy devotos de la imagen del Padre Jesús del Nazareno y por tanto todos hermanos de dicho Señor.
Confiados en que las suplicas al Señor de Santa María paliarían el azote de la enfermedad, instaron al magistrado de la ciudad a sacarlo en procesión. Duró casi siete horas, recorrió prácticamente las calles principales de los distintos barrios y aglutinó a tantos fervorosos vecinos que el virus corrió como la pólvora.
Pero las salidas procesionales no se detuvieron hasta que Don Tomás de Morla se hizo cargo de la ciudad y con cierta visión científica amparada por médicos de la época, las prohibió, por entender que «la unión de muchas personas en cualquier modo expande los hu-mores de la fiebre tifoidea».
Fue a partir de este momento cuando empezaron a contarse por cientos los contagiados, barrios como el de La Cuna, Ave María y San Antonio que apenas habían tenido enfermos se llenaron de ellos de la misma forma que acometió con los vecinos de San Lorenzo y La Viña.
Muchos gaditanos asustados por el ímpetu con el que se presentó la muerte huyeron de la ciudad y, allí donde fueron, la esparcieron.
Del mismo modo, los pueblos y ciudad de la provincia que evitaron el contacto con la capital se guardaron de la virulencia de las calenturas amarillas. Desde Madrid se exigía, bajo pena de encarcelamiento, y castigo físico que los habitantes de Andalucía Baja intentaran pasar de Despeñaperros. En los pueblos de La Carolina y La Carlota, quedaba tropa dedicada a evitar que eso ocurriera. Dicha cédula está recogida en el periódico El Mercurio, de octubre de 1800 en Madrid.
En la Isla de León, como recoge el acta capitular del 29 de septiembre, el señor diputado de abastos don Antonio de la Cruz, ordenó que dos hombres auxiliaran perpetuamente a las tropas para evitar la entrada de cualquier enfermo o convaleciente procedente de Cádiz. Aun así la fiebre entró, y actuó como una ráfaga de pestilencia que obligó al consistorio incluso a habilitar un nuevo cementerio en las proximidades de La Casería de Ossio.
En pueblos de la Sierra como Ubrique, el ejército acordonó las entradas y salidas. Se cortaron todas las comunicaciones. Pero la epidemia llegó. El hambre provocada por las malas cosechas y la debilidad de los habitantes mal alimentados contribuyó a mejorar el caldo de cultivo. La que la pandemia se hizo fuerte.
Fue el momento en el que don Pedro Romero Montero hacendado ubriqueño, habilitó unas casas cerca de la Plaza del Perdón, y construyó el primer centro asistencial en el pueblo para atender en forma de beneficencia a los enfermos ocasionados, al mismo tiempo que se inauguraba la ermita de San Pedro.
En Medina y la zona de La Janda, las primeras noticias de la epidemia proceden del 22 de agosto a través de un parte escrito por don José Peláez y don Manuel Jiménez Mena, quienes junto al profesor de la Armada José de Barrios comprueban que los vecinos muertos en la calle de San Francisco tienen los síntomas que caracterizan a dicha enfermedad. Pronto, desde la casa situada bajo La Silla, se extiende durante los últimos días de agosto a las calles de Santa Catalina, La Loba y La Cigarra.
En la mayoría de los pueblos de la Sierra y de la campiña jerezana todos los que se refugiaron en cortijos y haciendas consiguieron mantenerse sanos y aislarse de la enfermedad.
El origen de esta epidemia no se encuentra en un sólo factor desencadenante. Todos los documentos de la época parecen tener claro que la entrada por los puertos de mar era el camino más fácil y lógico. Pero conseguir establecer el momento concreto y el modo común de contagio fue más complicado.
El foco endémico de la misma estuvo en África. Llegó a América en los barcos negreros que trasladaban mano de obra esclava a las plantaciones. Allí, en las zonas selváticas del Caribe, encontró el ambiente adecuado donde el mosquito que la origina se aclimató perfectamente.
Durante los siglos siguientes no hubo país en Las Indias que no la sufriera. El mal recorrió Europa con la misma facilidad con que lo hacían los barcos llenos de mercancías. Entró por España y Portugal. Se quedó en las zonas donde las temperaturas altas y cálidas le favorecían, como Andalucía.
Los gaditanos hablaban en esos días de una corbeta americana como causa del contagio Delfín. Construida en Baltimore, se mantuvo unos meses en la bahía de La Habana, donde la Casa de los señores de Santa María y Cuesta, la acondicionó de acuerdo a su magnifica hechura.
La travesía de la muerte
El 27 de marzo de 1800, salió del puerto capitaneada por Guillermo Jaskel, un piloto y con una tripulación de siete marineros. Como pasajero principal el ministro del Consejo Supremo de Indias, con cinco criados. Además de 15 pasajeros, 13 españoles y los otros dos cubanos. Tras tocar el puerto de Charleston, llegó a Cádiz.
En el cuaderno de vigía de aquel mes, no solo aparece información sobre su carga, día de entrada y tripulación. También quedó reflejado que durante la travesía hubo cinco muertos. Sin embargo no fue la única embarcación. La llegada de otro navío, la polacra del comercio Júpiter en el mes de marzo, informaba de nuevo de la pérdida del piloto.
Una norma de febrero del mismo año, no permitía poner los barcos y sus tripulaciones en cuarentena, lo que favoreció con la bajada de los pasajeros la transmisión de la fiebre.
Lo que los doctores tenían claro era que, aunque el contagio podía provenir también de Gibraltar y el Norte de África por tierra, lo más sensato era ampliar las normas de protección y la información que traían los barcos en el momento de tocar puerto, zarpar, cargar y descargar con un reconocimiento médico de los tripulantes y viajeros. Y lo que para los médicos era lo más importante, la estación del año en la que se producía debido a la fuerza y apoyo que da a la expansión de la enfermedad la alta temperatura en el ambiente. El mal era apreciable desde el principio, escalofríos, pulso frenético, calor, fiebre muy elevada, sequedad en la nariz, dolor fuerte en la espalda, cabeza y articulaciones. Ictericia tanto de la piel como de los ojos, vómitos de sangre que debilitaban hasta la muerte.
El periodo de incubación era de unos seis días y antes del octavo se producía la curación o la muerte. El proceso era fulminante.
No solo afectó a los hombres y mujeres. Se cebó con animales con dureza extrema, perros, gatos, caballos, gallinas y palomas, caían por las calles de la ciudad arrojando sangre por la boca. En los lugares donde había ríos o lagunas, los peces aparecían muertos por cientos. La ciencia, que despuntaba con un claro propósito experimental a través de la observación, dirigió su investigación a dos puntos fundamentales: la disección de cadáveres y la meteorología.
Los cadáveres abiertos, mostraban que el vómito negro se extendía como el meconio de los niños, por el estómago, duodeno y colón. Apareciendo el hígado y todos los demás órganos gangrenados. Asímismo se comprobó la gran cantidad de lombrices en el intestino delgado.
En cuanto a la medición de las temperaturas, se convirtió en la demostración más plausible de que, a mayor calor y menos corrientes frescas, más virulenta era la enfermedad. De modo que está venía con la fase más dura del verano y se acababa con el frío del invierno.
En el padrón inmediatamente anterior a la epidemia, el de 1786, los vecinos de la ciudad eran 71.499 aunque según algunas fuentes consultadas, hasta unas 14.000 personas menos contaba la ciudad al inicio del siglo, en 1800 cuando llegó el virus. Quedaba entonces una población de 57.499 personas.
El balance de la tragedia sería el siguiente: enfermaron 48.520 residentes en Cádiz, se curaron 40.776, murieron 7.387 y quedaron enfermos para siempre 357. Es decir, más de 2.462 muertes en cada uno de los cuatro meses de mayor virulencia de la enfermedad, más de 80 muertos al día. Más de la mitad de las personas que morían lo hacían en hospitales, como prueba de la poca salubridad. El 9 de septiembre y ante la imperiosa necesidad se abrió el provisional de la Segunda Aguada, que luego sería dedicado a la recogida de los presos enfermos franceses, antes de que se habilitase definitivamente el de San Carlos. Del mismo modo se habilitó el cementerio de extramuros y la parroquia de San José ante la necesidad de dar enterramiento a tantos vecinos.
Los más afectados fueron los varones menores de 30 años. En la Parroquia de San Lorenzo por ejemplo, de un total de 1.198 fallecidos entre agosto y octubre, 668 fueron menores de 30 años.
Entre los ánimos de la ciudad no estaba el de pensar en los conflictos venideros (asedios, invasiones ni constitución).
En esos momentos, los asuntos políticos y las relaciones internacionales quedaban lejos de sus pensamientos. En una ciudad maltratada, nacería entonces un espíritu de supervivencia y lucha capaz de poner trabas a quienes quisieran dominarla.
Entender el futuro que depararía a la población gaditana no permite obviar una tragedia como la fiebre amarilla. La crueldad de la enfermedad y los vínculos que el padecimiento creó entre los ciudadanos ayudó a forjar el espíritu solidario, aguerrido y contestatario de un pueblo llamado a ser protagonista muy poco tiempo después.
Muchas son las causas que llevan a Cádiz a ser el marco esplendoroso de la Carta Magna de 1812, pero resulta imposible entender el carácter de aquella sociedad sin el sufrimiento de ver morir a los suyos por centenares. ILUSTRACIÓN: ENCARNI HINOJOSA