Y mi infancia se llenó de chapapote
Mi adolescencia descubrió en Cádiz el mar abierto: ese horizonte sin lindes sobre un farallón de sombrillas y casetas de playa con la sintonía plástica de un altavoz que anunciaba veladas del cortijo de Los Rosales y niños perdidos al resol de cualquier veraneo de los de antes. Entre La Victoria y La Caleta, por la playita de Las Mujeres y en la antigua playa de Los Corrales por donde hacían rabona los alumnos del Columela, descubrí el océano, las ganas de ser de mayor Salgari o Moby Dick, Veinte mil leguas de viaje submarino y el non plus ultra de varias generaciones campesinas por las estribaciones familiares de la serranía de Ronda.
Actualizado:Pero el mar cerrado fue mío en Algeciras: una especie de bañera amable y familiar que limitaba el telón de fondo del inaccesible peñón de Gibraltar, cerrado como una cárcel por una de aquellos ordeno y mando del franquismo, que se dictó cuando yo tenía diez años, con suficiente edad como para añorar los caramelos de goma y las chinguas que traían entre sus mandados los trabajadores españoles que cruzaban aquella otra Bahía en vapores que jugaban a ser delfines.
Mi niñez eran bocadillos de salcichón y gaseosas de dos reales, camino de la playa de Los Ladrillos en donde yo aún no sabía que José Luis Cano tuvo a su primera novia, una muchacha a la que llamó Yaya y que perdió para siempre con la guerra, la posguerra, la memoria y la posmemoria. Hace ya tiempo que aquella breve cala de matronas humildes que todavía no se atrevían a vestir bañador, se convirtió en lo que Joan Manuel Serrat llamaba una clavaguera, esto es, un basurero, en su Plany al mar. El mediterráneo, que nacía allí como su célebre canción, ya no iba a vernos enterrar entre la playa y la arena, sino que nosotros ibamos a oficiar sus funerales porque nosotros ibamos a convertirnos en su asesino.
Ahora, abres cualquier periódico y te llenas de tizne: 150 toneladas de combustibles arrojadas al mar por el buque Fedra, accidentado el pasado viernes en Gibraltar como consecuencia del temporal, llenaron pronto las orillas del Rinconcillo y de Getares, aquellos otros dos confines de mis correrías infantiles, sorteando el riesgo de las peligrosas hoyas en el segundo caso y palmoteando castillos de arena sobre los bancales protectores de la primera. Pronto, el chapapote también alcanzó a Tarifa, aquella playa libertaria del top-less, de los besos robados entre pinos, de las tiendas de campaña intentando burlar en los anocheceres de la transición la severa vigilancia de los guardias no muy lejos de Baelo Claudia, donde la antigua Cádiz exportó garum hacia las orgías de Roma.
Otro tanto, aunque en menor medida, ocurre con el buque medio liberiano Tawe, encallado en la algecireña Punta San García, en Algeciras, del que habrá que extraer el contenido de sus tanques antes de que ese viejo amigo verdiazul se deje envenenar por el grumo, a un tiro de piedra de uno de los paisajes más hermosos del mundo, el que se contempla los días de Poniente desde el altozano del faro de Punta Carnero.
Los gobiernos de Gibraltar y de España, la Junta de Andalucía, las empresas armadoras y todos aquellos que guarden relación directa o indirecta con este nuevo suceso intentarán embarcar la pelota en el tejado ajeno y, encogiéndose de hombros, dirán que la culpa de todo esto la tuvo la madre naturaleza y santas pascuas. Nunca agradeceremos bastante a esa anciana Pacha Mama que dotara a la Bahía de Algeciras de unos anticuerpos formidables en materia de corrientes que expulsan de su interior toda esa podredumbre que la falta de escrúpulos arroja sobre su fondo aunque sólo a veces la veamos reinar sobre su superficie.
Seguro que las tareas de limpieza son eficaces y las autoridades competentes terminarán haciéndose una foto y repartiendo condecoraciones entre los artífices del nuevo milagro que, como calma chicha, seguro que sucede a la tormenta. Sin embargo, más temprano que tarde, como una maldición mitológica, las manchas de gasoil y sus galletas negruzcas volverán a emerger, con un coste ecológico irreversible: el de los recuerdos infantiles de aquel niño, hasta salpicarle de podredumbre los bocadillos invencibles, el rostro de una abuela o el paso seguro que elegante de aquella joven Yaya que fue novia de un poeta y que quizá me cruzara más de una vez sin reconocerla.
Las aguamalas no eran aquella rara especie que mordisqueaba a traición, en Cádiz, los muslos de mis catorce primaveras. Las aguamalas somos nosotros mismos, los mantenedores de este sistema suicida. Y lo peor es que no somos capaces de cambiar de oficio.