LOS LUGARES MARCADOS

El otoño en Kyoto

Al pueblo japonés se le pueden poner muchas pegas, pero no se le puede negar la sensibilidad. La esmerada caligrafía, la música tradicional, el ikebana, los jardines y su meticuloso simbolismo, son algunos de los elementos que nos descubren un mundo interior exquisito, a menudo tan alejado de la sensibilidad occidental, que puede sonar a afectación. Sin embargo, sería deseable que algo de eso se nos contagiase.

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En Japón se celebran con especial brillantez dos fiestas, en primavera y otoño, coincidiendo con la floración de los cerezos y el cambio de coloración de las hojas de los arces. Las predicciones climatológicas informan sobre los avances de la estación y los japoneses (pero también muchos extranjeros) programan sus vacaciones de modo que coincidan con la explosión nevada de las flores del cerezo o con el delirio rojo de las hojas de arce en otoño. En Kyoto (la antigua capital, la Heian de La novela de Genji o de El libro de la almohada) es costumbre ir «a la caza del arce rojo». Lugares señalados -como el Templo Dorado, El Camino de los Filósofos, las Montañas de Arashiyama o el Templo de la Misericordia Resplandeciente- se llenan de fotógrafos que quieren llevarse a casa una imagen: el árbol como prendido de fuego sobre el cielo aún despejado del mes de octubre, el lago que refleja su copa, los senderos donde el amarillo, el ocre y el rojo se conjugan y se entremezclan.

Y me planteo: ¿no deberíamos aprender de este ejemplo? ¿No deberíamos acercarnos con ojos nuevos a la naturaleza y al paisaje que nos rodean, y ponerlos en valor (esa expresión que está de moda)? Este otoño pienso hacer mi particular caza si no del arce (que no es árbol común en esta parte del mundo) sí del quejigo, del alcornoque, del fresno y del olmo. Contemplar la belleza de nuestros árboles quizá nos haga a nosotros más bellos y mejores. Falta nos hace.