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ACTRICES. Mercé Pons como 'Colometa'. / EFE
Cultura

Los años no pasan para 'Colometa'

Se cumple el centenario del nacimiento de Mercé Rodoreda, autora de la novela en catalán más popular de todos los tiempos: 'La Plaza del Diamante'

MARÍA BENGOA
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Una novela se hace con una gran cantidad de intuiciones, con cierta cantidad de imponderables, con agonías y con resurrecciones del alma, con exaltaciones, con desengaños, con reservas de memoria involuntaria, toda una alquimia». Esa alquimia en estado puro, descrita por Mercé Rodoreda en el prólogo de Mirall trencat (Espejo roto), es la que utilizó con un resultado maravilloso y extraño, conmovedor y mágico, para escribir La Plaza del Diamante, la obra más leída en lengua catalana, de alcance universal y traducida a 30 idiomas.

Gabriel García Márquez escribía en 1983: «La plaza del Diamante es, a mi juicio, la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil». En aquel artículo contaba que la novela llevaba ya 26 ediciones en catalán cuando él la leyó en castellano por primera vez (después la volvió a leer varias veces, también en catalán). «Mi deslumbramiento fue apenas comparable al que me había causado la primera lectura de Pedro Páramo de Juan Rulfo, aunque los dos libros no tienen en común sino la transparencia de su belleza».

Y después de expresar la sensualidad y la luz nueva con que la escritora ilumina las palabras en esa obra, confiesa: «Creo que Mercé Rodoreda es la única escritora (o el único escritor) que he visitado sin conocerla, impulsado por una admiración irresistible (...) Para mí fue la única vez que conversé con un creador literario que era una copia viva de sus personajes». La escritora decía, sin embargo, en una entrevista: «Lo único que tiene Colometa parecido a mí es el miedo a sentirse perdida en el mundo; el miedo tremendo que las dos tenemos al pensar qué hacemos, de qué sirve que estemos en el mundo».

Muchas circunstancias de Natalia, la protagonista de La Plaza del Diamante -a la que su novio apodó Colometa (palomita) en cuanto la conoció y decidió que se casaría con ella-, fueron distintas de las de Mercé Rodoreda. La humilde muchacha que interpretó Silvia Munt en la adaptación cinematográfica de 1982, a cargo de Francisco Betriu, era una empleada de una pastelería, una mujer de clase obrera, y Rodoreda fue hija de padres acomodados e ilustrados. Pero la visión de la Guerra Civil y la posguerra en el barrio de Gracia de esa muchacha humilde y sensible, que va viendo estrellarse todos sus sueños con esa mirada inocente y crédula, sólo le pertenece a la autora.

Infancia entre flores.

La infancia de Mercé Rodoreda se desarrolló en un barrio acomodado de Barcelona, Sant Gervasi, rodeada de flores. La familia vivía en una pequeña torre con jardín propiedad del abuelo, una figura más importante en su vida que sus padres, de los que era hija única. En el centro del jardín, el abuelo había erigido un monumento particular, una especie de altar, a Jacinto Verdaguer.

Sobre un pedestal de rocas, platos, jarrones y flores, de aire vagamente modernista, se asentaba el busto del poeta al que el abuelo conoció en su juventud. Este singular proceder da idea del catalanismo, el amor por la literatura y la poesía de este excéntrico, pasiones que transmitirá a su nieta, a quien leía fragmentos de poemas. Además, le inculcará también su gran amor por las flores que marcará de por vida a la escritora y se puede rastrear en toda su obra empezando por los títulos: La calle de las camelias, Viajes y flores, Jardin junto al mar

Los jardines de la infancia que admiró durante sus largos paseos con el abuelo por Sant Gervasi, aquella vegetación que reinaba entre las casas y torres del barrio, habían quedado congelados en su memoria durante décadas e irían despertando, título a título, durante su largo exilio.

La niña sólo fue al colegio entre los 7 y los 9 años. Entonces el abuelo enfermó de apoplejía y la madre sacó del colegio para que la ayudara a cuidarle y en las tareas del hogar. Decidieron enseñarle cocina y costura como complemento de su educación, este último aprendizaje le serviría después para sobrevivir como modista en el exilio.

Traumático despertar

La agonía y muerte del abuelo tuvieron como consecuencia cierta inquietud económica y todo el mundo mágico de la infancia se vino abajo cuando la escritora tenía 12 años. La adolescencia, en la que conserva su intensa pasión por la lectura se convierte en la cara opuesta de aquel paraíso infantil.

La entrada precipitada en la edad adulta tiene lugar con la llegada de un tío de Argentina, un hermano de la madre que había marchado a hacer las Américas cuando la escritora era un bebé. Llega con el cometido de poner orden en los desmanes de la economía familiar provocados por la discutible gestión del jovial abuelo que lo había hipotecado todo. Con el nuevo cabeza de familia llegan las restricciones presupuestarias, incluido un traslado de domicilio a una casa más modesta y, lo que es mucho peor, el deseo expreso del tío de casarse con su sobrina que se apalabró cuando ésta tenía sólo 13 años, si bien tuvieron que esperar a que cumpliera los 20, en 1928, y a una dispensa eclesiástica por consanguinidad, para que se celebrara la boda.

El matrimonio con este tío 14 años mayor que la escritora fue un absoluto fracaso. Pronto tuvieron a su único hijo, Jordi, al que de adulto se le diagnosticará una grave enfermedad mental. La rebelión de Mercé Rodoreda frente a esa vida trazada contra su voluntad empezó a manifestarse a través de la literatura.

En 1931 se inscribió en una academia para aprender ortografía y gramática catalana y en 1936 ya era una activa periodista y escritora que formaba parte del catálogo de Proa, la editorial catalana más importante del momento. Entre 1932 y 1934, es decir entre los 24 y los 28 años, durante la República, escribió cuatro novelas que después consideraría «horribles pecados de juventud» de las que renegó hasta el punto de impedir que se publicaran en sus obras completas; publicó cuentos infantiles en La Publicitat y numerosos artículos, entrevistas y reportajes en revistas como Clarisme, Mirador y Meridiá.

El marido, tacaño y desconfiado, no entiende el interés que en su mujer despierta la literatura, ni su afán en trabajar fuera de casa como periodista. El matrimonio se separó al principio de la Guerra Civil, en 1937.

La escritora abandona el techo conyugal y vuelve a la casa donde había nacido, con su madre, llevándose consigo a su hijo. Para entonces ya trabajaba para el Comisariado de Propaganda de la Generalitat. La separación coincide con el premio Crexells 1937, por su novela autobiográfica Aloma.

Exilio y costura

El 31 de enero 1939 un grupo de escritores e intelectuales catalanes cruza la frontera con Francia en un bibliobus de la Institució de Lletres Catalanes. Una semana antes habían huido de Barcelona, ayudados por esta institución, a una casa próxima a La Jonquera.

Aquel exilio que se pensaba de un año, duró seis y después muchos más de forma voluntaria. El grupo se dispersa y en 1940, Mercé Rodoreda vivirá en Limoges sola durante año y medio. Tiene un maniquí y una máquina de coser. Subsiste como modista, cosiendo blusas, camisas de dormir y combinaciones para unos almacenes de lujo. En esta época escribe algunos cuentos. Escribía en catalán aunque como le confesaría a la también escritora Montserrat Roig «escribir en catalán en el extranjero es como querer que florezcan flores en el Polo Norte». «Pienso escribir cuentos que harán temblar a Dios» escribió desde Burdeos, en una carta enviada a su amiga Anna Murriá.

En el exilio conocerá al amor de su vida, que influirá también en su obra, el crítico literario y escritor Joan Prats, más conocido por el seudónimo de Armand Obiols. Pertenecía al Grupo de Sabadells, intelectuales catalanes que jugaron un papel destacado dentro de la producción cultural de la República y el exilio, a través de la revista Letras catalanas. Obiols estaba también casado y tenía una hija, así que su relación es complicada.

«El amor es una enfermedad. Es también una exaltación. Y ayuda a vivir. Yo he sido muy apasionada» -aseguraba en los últimos años de su vida- «Amo a mis flores y a mis árboles. Nada más».

Silencio y creación

Los años iniciales del exilio fueron un tiempo de silencio. Cultivó brevemente la pintura -un estilo deudor de Paul Klee y Joan Miró-. Se estableció en Ginebra en 1954 porque allí había sido destinado Ar-mand Obiols. La escritora vivirá en Suiza 24 años casi absolutamente aislada, recorriendo lo que llama el triángulo de las Bermudas: su piso de Ginebra, una chambre de bonne que conservaba en París, y la casa de Barcelona, adonde viajaba a visitar a su madre. Durante esta etapa en la que apenas trataba con nadie manifesta: «Necesito la soledad para el trabajo y para la vida». Fue su etapa más prolífica, cuando escribió casi toda su obra. Su situación económica mejoró gracias al trabajo de traductor en las Naciones Unidas de Armand Obiols, con quien mantuvo una relación sentimental en la distancia hasta el final.

En el año 1972 volvió a Cataluña, después de la muerte de su gran amor en Viena. En 1980 recibió el Premio de Honor de las Letras Catalanas y en 1982 se estrenó un largometraje y una serie de cuatro episodios para televisión de su novela más popular, en la que Silvia Munt daba vida a Natalia, la Colometa de La Plaza del Diamante. La obra inmortalizará para siempre la Barcelona de los años 20 hasta los 50 del siglo XX, desde la mirada doméstica y sentimental de una mujer.

Murió el 13 de abril de 1983, a los 75 años, en una clínica de Girona, y sus restos reposan en el pequeño cementerio de Romanyá de la Selva, rodeado de encinas. En este municipio de Gerona se había hecho construir una casita con un gran jardín. Allí dejó inacabada su última obra, La muerte y la primavera; también quedó pendiente el jardín que proyectaba llenar de árboles y no le dio tiempo.