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El arte

Un buen día, esa nueva clase social llamada burguesía invitó a los malditos titiriteros a sus salones, pagó con fama y monedas sus servicios y, a cambio, compraron sus almas para lucirlas en las pecheras de sus trajes. Muchos aceptaron, otros, desde entonces, resisten. Siempre han sido las gentes del arte quienes han hurgado en la llaga de la maldad como recordatorio para quienes olvidan vivir en un mundo cruel.

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Por eso, volver a ver por enésima vez Las tortugas también vuelan me consuela del papel en que intentan encajarnos editores, marchantes, musicólogos y otros servidores de esos neoburgocon que no desean tenernos como conciencia, sino como adorno de sus salones.

A veces, la Historia del Arte es la historia de la rendición: que asesinan a los insensatos de la Comuna de París, pues los poetas viajan al Parnaso del arte como pura floritura para diletantes. No resulta fácil resistirse a las migajas que nos ofertan para comprarnos el alma y diseñar «algo con encanto, que distraiga de las preocupaciones y luzca tan exquisito como la alta costura». Cada día encuentran más estómagos dispuestos a poner al servicio de la mediocridad sus escasos talentos. Pero cuando un creador tiene la casta suficiente, cuando ha recibido el sagrado don de convertir en real el perfume de las estrellas navegando en las cloacas, no logran comprarlo. Los pobres neoburgocon han de conformarse con los mediocres que arrasan sus canapés, seducen a sus consortes y juegan al macabro juego de mentir y convertir en arte los excrementos de la pocilga donde quienes mandan sobre la miseria mundial esconden los restos de sus almas.

Un subidón, en serio, volver a ver la terrible y poética película de un director kurdo de nombre impronunciable, en medio de tanta mediocridad. Quienes hemos conocido el lugar donde refiere la cruel y bellísima historia aún comprendemos mejor su grandeza