El otoño
No puede uno evitar sentirse nostálgico hoy. Aunque mañana (es decir, hoy para el lector) mis compañeros de la Redacción se rían de mi cursilería y esnobismo proustianos, tengo que decir que aquí, viendo llover frente a la ventana (pero no como el que ve llover), me viene una amalgama de sensaciones contradictorias que casi no puedo controlar, e incluso recuerdos que no afloraban desde hacía tiempo. Lo normal, en este mundo de prisas, es levantarse, vestirse, salir a la calle y reactivar la maquinaria. Pero siento como una semisádica tentación, un deseo irrefrenable (casi todos en Literatura lo son) de abandonarme a esta sensación agridulce. De seguir medio destartalado en el sofá, la mirada ausente, introspectiva, y un vaso de agua en la mano. Si hubiera tenido un whisky me habría sentido por un momento grande, como Michael Corleone en El Padrino II, en ese final apoteósico.
Actualizado: GuardarAh, claro, me digo. ¿Cómo no habré caído antes? Es otoño, domingo por la tarde, y para colmo está empezando a llover. ¿Qué tendrá esta estación del año que la mente altera, como hace la primavera con la sangre y las hormonas? Según dice una de mis compañeras, nada. Quizá. Yo el otro día le daba la razón, pero lo siento, mis ideas son así de mutables. El otro día pensaba que esta estación no sabe a nada y, en parte, es cierto. Ninguna fiesta reseñable en la ciudad, invierno descafeinado... Etcétera. Para colmo en Literatura, como en aquella obra de Gabriel García Márquez, se asocia al fin, al ocaso, a la agonía. Pero para mí, más que ninguna, simboliza también el comienzo de algo, en este mundo de eternos retornos. Y, sí, me pongo así de nostálgico.