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a mirada azul más carismática de Hollywood se apagó ayer, dejando tras de sí el legado de uno de los últimos clásicos de la vieja industria del cine, capaz de seducir desde la pantalla a un público heterogéneo rendido a su talento y a un físico irrepetible. Una apostura como la suya hubiera impedido a cualquier otro construir una carrera como la de Paul Newman, que atesoró una singular habilidad para encarnar con plena verosimilitud a personajes complejos, atormentados y hasta perdedores, por encima de la ficción que suponía que todos acabaran siendo tan guapos. Newman confirió a muchos de ellos una fragilidad que propició que gustara por igual a todo tipo de espectador, un logro sólo al alcance de las grandes estrellas. Aunque es posible que esa vulnerabilidad resultara creíble en los platós justamente por la vida que llevaba fuera de ellos, la de un norteamericano inquieto que hace apenas unas semanas, cuando el cáncer ya le consumía, volvió a casa para morir entre los suyos.