FUSILAMIENTOS. Junto al muro de la Iglesia de Benamahoma se ejecutaron a muchos. / L. V.
Ciudadanos

Víctimas del silencio y del olvido

El bando franquista apenas encontró oposición en Cádiz La represión falangista se cebó con la Sierra

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«Ya que nos vais a fusilar, mátame a mí primero para no ver morir a mi hijo». Éstas fueron las últimas palabras que pronunció Manuel Salguero Chacón el mediodía del 14 de agosto de 1936. Sin embargo, el macabro sonido de los dos tiros reverberó en los muros del Cementerio de El Bosque y su hijo, Manuel Salguero Mateos, de tan sólo 15 años quedó inmóvil en el suelo. El Destacamento de los Leones de Rota, del bando sublevado, sin respetar la última voluntad de Manuel, lo asesinó posteriormente a él y a todos los compañeros de su último paseo hacia el camposanto.

El delito de Manuel, de la localidad gaditana de Benamahoma, fue ser cartero y poseer una de las mejores huertas del pueblo. Motivos suficientes para que los Requetés oyeran la denuncia de un vecino con pretensiones de progresar económicamente y lo detuvieran a él y a su hijo, como daño colateral, mientras intentaban sortear el estío veraniego con una siesta.

Esta es una de las 1.560 historias de gaditanos que ya se encuentran en manos del juez Garzón. Historias de la represión en Cádiz, donde todavía existe una incógnita macabra en torno al número de fusilados en manos del bando franquista. La provincia fue una de las primeras en ser tomadas por las tropas nacionales. Esto se debe a que desde el mismo 18 de julio Cádiz se convierte en un enclave estratégico y fundamental para derrocar a la II República, ya que sirvió como puerto de llegada y de acceso de las tropas de Franco que se encontraban en África.

En la ciudad de Cádiz, el Gobierno Civil intenta resistir pero su falta de reacción lo lleva a entregarse de inmediato cuando desembarcan los Regulares de Ceuta en el muelle. En el resto de las localidades gaditanas la situación no cambia demasiado. Rota, Sanlúcar, El Puerto o Jerez caen de forma rápida y sorpresiva ante el avance de los sublevados. En la Sierra sí consigue establecerse un pequeño núcleo de resistencia, siendo Jimena la última en caer. Los habitantes de estas localidades pagan un precio muy alto por su resistencia: la represión se ceba con ellos de una forma virulenta.

Según Joaquín Ramón Gómez, investigador y alcalde de Benamahoma, pueblos como el suyo se convirtieron en «pequeños güetos donde los destacamentos del bando franquista se hicieron fuertes y mantuvieron al pueblo atemorizado». Mirar con desprecio el uniforme que vestían los soldados era motivo suficiente para considerarlo falta grave y poder acabar en el paredón. Esta situación provocó que los vecinos del pueblo hicieran una piña contra los que ellos consideraban enemigos. Una situación inusual en la España de esos momentos, donde el miedo a la denuncia del vecino, el amigo o incluso el hermano se convirtió en habitual.

Situaciones como las de Manuel y su hijo estuvieron provocadas porque la recién instaurada autoridad golpista realizó una selección de personas a las que reclamar la atención de los huidos y escondidos. Esta selección solía ser poco justa y se basó en antiguas rencillas. En la retaguardia de los regulares, los falangistas tuvieron un papel muy activo. Una vez eliminados los líderes políticos de las localidades gaditanas, la Falange se hizo dueña y señora de todo el territorio. «Para ello, asesinaba impunemente al amparo del bando de guerra, con el visto bueno de los mandos militares y de los comandantes de la Guardia Civil, mientras organizaba concienzudamente su milicia denominada Leones de Rota», según Fernando Romero.

Puntos negros

La provincia gaditana quedó salpicada de puntos negros. Lugares manchados de sangre donde habitualmente se realizaban los fusilamientos o se enterraba en fosas a los asesinados. En la capital los asesinatos se concentraron en el foso de las Puertas de Tierra cercanas al Baluarte de San Roque, en la Plaza de Toros, en el cementerio o en el Vapor de Miraflores atracado en el muelle desde donde se arrojaban los cuerpos al mar. En la sierra destacaron lugares como el cementerio de El Bosque y Grazalema; en los asomaderos de detrás de la Iglesia Mayor en esta última localidad; en la explanada del muro de la Iglesia Mayor de Benamahoma o en el Puerto del Boyar entre Grazalema y Benamahoma. En todos estos lugares los vecinos crearon símbolos que permitieron identificarlos y que han hecho posible el registro actual de fosas. Normalmente se plantaban pinos, pinsapos o chopos que desentonaban con la vegetación autóctona pero que pasaban inadvertidos para los foráneos. Uno de los casos más especiales es el de la fosa de Benamahoma. En éste lugar los vecinos plantaron lirios blancos que hoy, siguen floreciendo cada noviembre, el mes de los difuntos.

La historia de Manuel y su hijo terminó el pasado 2004 cuando otro de sus hijos y su nieto descubrieron la fosa en la que estuvieron desaparecidos junto a otros 15 vecinos de la sierra.

Un acto emotivo que hizo posible que estas víctimas inocentes y sus familiares pudiesen descansar en paz. Sin embargo, aún quedan muchos lugares en la provincia y en toda España, testigos mudos del horror que esperan en silencio poder contar su desgarradora historia.