Opinion

El despido de Mario

Delante suya tenía la carta de despido. «Su falta de adaptación y motivación al puesto de trabajo», esa era la razón que argumentaba quien había sido su jefe durante más de ocho años. Mario no se lo podía explicar, le daba vueltas la taza de café que estaba desayunando. Absorto, pensativo, repasando cada instante vivido en la empresa, las horas que se trabajaron codo con codo... y ahora una carta con una frase humillante. Todo estaba sintetizado en diez palabras que dolían como un puñal.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Pero al revivir los momentos de trabajo, buenos y malos, tristes y alegres, empezó a reconocer en la figura de su jefe a otra persona distinta a la que había admirado durante mucho tiempo y comenzó a quitarse la venda de los ojos.

Su jefe realmente no mandaba, no ejercía como tal, porque para mandar hay que delegar; de esta forma la indecisión había invalidado los ánimos de todos, mezclándose en el ambiente de la empresa, a lo largo del tiempo, la incertidumbre, el tedio y la desmotivación.

Para colmo tampoco lideraba, no era capaz de tomar decisiones, se empezó a distanciar y así consiguió individualidades en lugar de un grupo de trabajo. Para colmo de males incorporó en un cargo importante a una persona amiga de la empresa familiar, prepotente, lo que suele coincidir con maleducado, nada humano y poco honrado. Otro pecado capital.

Su jefe oía pero no escuchaba. Mario había aprendido en esos años que la empresa que no escucha a sus empleados, proveedores y clientes muere. Y así iba la empresa, como una gran bola de nieve. Su jefe siempre anteponía los resultado a hacer las cosas bien y en la carrera de la calidad no existe la línea de meta.

Transmitir que uno quiere hacer las cosas bien tiene mucho más fundamento que perseguir unas cifras o un objetivo. Otro grandísimo error.

Un año, además su jefe marcó unos objetivos, se alcanzaron y no los cumplió. Falta de palabra. Ese día perdió el respeto de toda la plantilla, incluido la persona amiga de la familia de la empresa, que empezó a hablar mal de todo. Ese día apareció la discordia y la desconfianza, nadie se fiaba de nadie. Por último, reconoció en el rostro de su jefe a una persona injusta. Justicia es el deber de dar a cada uno lo suyo. Y por simple cuestión de cobardía su jefe fue injusto.

Después de estas conclusiones, Mario se sintió mejor, liberado y, sobre todo, instruido; había aprendido lo que no debe hacer jamás un jefe. Mario había aprendido lo necesario para montar su propia empresa y ser un buen jefe. Nunca jamás volvería a pensar en aquella desconocida persona que en un día no lejano fue su amigo.

Ángel C. Gómez de la Torre. Puerto Real