MAESTRO. El guitarrista firmó anoche, en la Bienal de Sevilla, una actuación histórica. / GOGO LOBATO
Cultura

La voz del color

Anoche estuve en el salón de la casa de Manolo Sanlúcar. Vi su colección de pinturas de Romero Ressendi. Las vi a través de sus manos, que han nacido para mover el cisco con la badila de su alma y sacarle a la bajañí los ecos de su dolor. Manolo Sanlúcar se sentó en su silla cotiana, no en la que tanto lo tortura cuando la masa lo mira, y tocó la guitarra para sí mismo. Solo. Sin nadie alrededor. Supurando jondura por cada brecha de su espíritu. Sangrando por los padrastros. Escribiendo cada nota sobre lienzos, no sobre partituras.

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Manolo Sanlúcar se sentó en su salón, que es su escenario, y reivindicó con la vehemencia con la que arrasa los bordones la pintura de Baldomero Romero Ressendi. Tocó por tangos en armonía de taranta lo que el de Alcalá pintó para homenajear a Los condenados. Y me enseñó cuánta belleza hay en el fallo. Mandó la técnica, esa dictadora que tanto ha defendido siempre el sanluqueño, al mismísimo garete. La superó tanto, fue tan seguro en su ejecución, que falló porque le dio la gana. Porque quería llegar al tuétano de su música, que está justo detrás de lo que se ve. Manolo me enseñó anoche que el hombre más divino es el que está hecho de carne. Me enseñó que se puede tocar por taranta desnudándose hasta incluso enseñar los defectos. Que ya está bien de tanta perfección matemática.

La técnica no es necesaria, es obligatoria. Pero hay que tener la valentía de tirarla a la basura cuando lo que se busca es la expresión artística. Y Manolo Sanlúcar me enseñó anoche que su nueva obra, el venero nuevo de su creatividad, es la sangre de su herida. Es un olor a tauromagia que me lleva de viaje hasta el sabor antiguo de la bulería que tocó en la modalidad menor. Esa bulería retrasada, ahíta de rubatos, porque el tiempo perdido es el que nos lleva de cabeza a nuestro pasado. A lo que somos. A eso que tanto le preocupa al maestro, al papa, al dios de la guitarra flamenca de hoy. Nos lleva al compromiso con el arte y con la historia. Con el Abuelo gitano que pintó Ressendi y con el regreso al futuro que es toda su música. Manolo mira atrás y siempre ve lo que los demás tenemos delante. Toca por soleá mirando el cuadro de La Piedad mientras dice que «el dolor de María lo entiendo muy bien». Y por eso toca la soledad y la tragedia. La soleá y la seguiriya. Toca en tiempo solearero, pero cierra con fraseo seguiriyero. Esa es la fusión en la que creo. La de las propias y fundamentales esencias jondas.

Por eso me arrodillo ante la pieza El papa negro, en la que el maestro anuncia su vanguardia. Y resulta que su vanguardia, la vanguardia, es un toque en aire de fandango que merodea por todas la modalidades del flamenco y acaba ensalzando el pitido popular de una gaita rociera. Porque el futuro es volver. Es ese toque que titula El majareta y el serio, que no es un autorretrato de Ressendi, sino de Sanlúcar. Es un desvarío armónico con aromas de Locura de brisa y trino que se termina metiendo en unos terrenos rítmicos por los que sólo puede caminar sin caerse un genio. Y si Manolo Sanlúcar está loco, que me amarren junto a él. Que yo quiero seguir escuchando esas bulerías con esencias de alegrías que provoca La danza de los pavos.

Yo quiero seguir disfrutando de sus fatigas, de sus dolores, de sus quebrantos, de sus duquelas. Quiero sentir la punzada de un pintor que toca y de un guitarrista que pinta. Otra obra maestra. Otra más, Dios mío. Anoche la vi, o la escuché, o yo qué sé por dónde la sentí, en el salón de la casa del Todopoderoso. Del gran compositor del Flamenco. De Manolo Sanlúcar. Amén.