ANÁLISIS

Memoria de una superviviente

A sus 50 años recién cumplidos, Madonna simboliza como casi nadie - Michael Jackson también- la grandeza y miseria del pop. Demasiado prosaica para las élites especializadas y los aficionados biempensantes y excesivamente elegante para cualquier propietario de coche tuneado, aquella chica que llegó a Nueva York en 1977 desde su Michigan natal como aprendiz de bailarina se ha convertido hoy en un icono social tan capaz de liderar a la aristocracia del pop de masas como de sumegirse sin ascos en las prostituidas chabolas de la industria. Veinticinco años en la brecha, 7 Grammys, un Globo de Oro, Premio Guiness 2000 a la artista más exitosa de la historia (con ventas de 338,6 millones de dólares), su presencia en el Rock and Roll Hall of Fame y un sustancioso número de millonarios contratos avalan comercialmente a una artista que ha sabido trascender el rol de cantante para convertirse en compositora, productora, actriz y directora de cine, diseñadora de moda y escritora. En esa transversalidad -en ciertos casos truncada e inconstante aunque siempre permeable y curiosa- radica el primero de los fundamentos de una crónica a la que se puede acusar de casi todo excepto de inmovilista .

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Y es que Madonna se ha encargado de redimensionarse permanentemente aún a costa de suscribir pasos en falso donde los baches de deficiente creatividad han quedado compensados con una perenne y casi siempre rentable presencia mediática. Otro fundamento a agregar al proceso de conformación de una imagen a menudo juzgada desde ambitos generalistas más por sus gestos públicos que por el análisis de su perfil musical.

Madonna siempre ha sido plenamente consciente de la necesidad de tal proyección y ha procurado cuidar con esmero vestuario y contexto de su personaje. De aquellos iniciales flirteos amorosos con Prince, Don Johnson o su boda con el actor Sean Penn a su más reciente viaje a Malawi para adoptar a uno de sus hijos sin muchos miramientos legales, la norteamericana ha mercantilizado su producto con cierta dosis de distinción hasta erigirse en modelo estético -incluso ético- para millones de personas.

Siempre se ha dicho que la ambigüedad es una de las más atractivas mercancías del escaparate del espectáculo. Y Madonna también ha sido maestra al incorporar a su imagen una pizca de tan cotizado ingrediente, generando una fascinante dicotomía entre la sensibilizada esposa y mamá a pie de calle y la provocadora reina del pop; la misma que besa en la boca a las amigas Britney Spears y Christina Aguilera en la gala de entrega de los premios de la MTV 2003 o a una anónima admiradora sobre el escenario del Olympia de Paris el pasado mayo en la gira de presentación de su mediocre Hard Candy (2008). El añejo coctel de conciencia y hedonismo. Si a ellos le sumamos su irrefutable valor sexual, tan poco deslumbrante pero tan efectivo y explosivo como su potencial musical, habrá que concluir incorporando otro tanto a su marcador.

Precisamente ese sumar antes que restar ha deparado a Madonna una telaraña de alianzas de la que su identidad ha salido fortalecida una y otra vez cuando no pocos la daban por muerta y enterrada. Nombres como John Jellybean Benitez, Nile Rogers, Stuart Price o Justin Timberlake -en su flamante y, de nuevo, exitoso single 4 minutes- han ayudado a concretar ese especial instinto para decantarse por diferentes modelos musicales en un momento u otro. Del pop adolescente al house, del country al pop adulto, del musical al techno, Madonna se ha mostrado lo suficientemente versátil para envejecer (usualmente con dignidad), (re)ubicarse, (habitualmente con destreza) y para tirar de pretéritos resortes estéticos -aquel sampler de los reivindicados Abba en Hung Up (2005) -, por más que no pueda presumir de profunda ni amplia cultura musical.

Cierto que tampoco la ha echado mucho de menos. La pluralidad ha jugado tanto a favor como en contra en el momento de establecer la acentuada desigualdad de una vida musical donde -como los buenos futbolitstas- todo se hace correctamente -cantar, bailar,..- pero nada se concluye excepcionalmente. Una estatus dispuesto a enarbolar una esplendorosa ristra de singles con plaza en el olimpo discográfico pero también a firmar una tanda de infumables canciones sobradas de pretensiones y necesitadas de carácter. Y no es necesario dar nombres.

Eso sí, con medio siglo a sus espaldas, Madonna mantiene un nivel de actividad y presencia que ya quisieran para sí otros compañeros de generación. El Sticky and Sweet Tour que llegará a Sevilla esta noche escenifica su pulso presente pero también su bagaje histórico en un ejercicio que reafirma su cotización y, por encima de todo, su estigma de ambiciosa e instintiva superviviente en un mundo propenso a la permanente erosión. Grandeza y miseria. ¿Alguien da más? ILUSTRACIÓN: E. HINOJOSA