TRIBUNA

Fannie & Freddie

La pareja norteamericana de agencias hipotecarias formada por Fannie Mae y Freddie Mac, rescatadas en una gigantesca operación de salvamento y socorrismo financiero, será sin duda relativamente más famosa en la historia de las finanzas mundiales que cualquiera de esas parejas inolvidables, tipo Bonnie & Clyde o Thelma & Louise, en la del cine. Y no precisamente porque sea la primera vez que el Gobierno estadounidense tapa con dinero público deudas privadas (lo hizo en las crisis de los años 30 y 70 del siglo pasado y este mismo año lo ha hecho con dos compañías desahuciadas, el banco de inversión Bearn Stearns y la hipotecaria Indy Mac), sino porque la factura conjunta de Fannie & Freddie asciende a 200.000 millones de dólares, una cifra de economía ficción para este tipo de atenciones.

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La intervención del Tesoro USA, con apoyo de la Reserva Federal (FED), ha sido recibida con alivio, cuando no con sonoros aplausos, por parte del Fondo Monetario Internacional, la OCDE, el BCE, otros bancos centrales relevantes y, desde luego, por los mercados bursátiles, incapaces todos ellos de sacudirse la enorme desconfianza que hoy les merecen el sistema financiero internacional y sus principales agentes y satélites. El problema es si esta multimillonaria inyección será suficiente para cubrir el agujero negro causado por unas hipotecas subprime que tienen ya una calificació semejante a la de los alegres bonos basura de unos años atrás: sólo las operaciones de Fannie & Freddie ascienden a unos 6 billones de dólares (la mitad del mercado hipotecario de Estados Unidos) y el incombustible mago Alan Greenspan ha reaparecido una vez más para señalar que en lo inmediato espera más quiebras de bancos comerciales y que nadie podrá otear siquiera el fin de la crisis hasta que cese la caída del precio de las viviendas, cosa que su infalible bola de cristal sitúa entre el inicio y la mitad de 2009.

A la espera de que los acontecimientos den o quiten la razón a los economistas y políticos profetas, se pueden ya avanzar algunas enseñanzas de la simple contemplación del pasado, dado que un elemental sentido de la prudencia aconseja no extrapolar los hechos que lo conforman en un intento de adivinar el futuro. En primer lugar, llama la atención la frecuencia de las crisis financieras en los últimos 20 años: desde la que hundió Wall Street en 1987 hasta la actual, otras crisis más o menos virulentas han sacudido al Sistema Monetario Europeo o castigado a países tan dispares como México, Brasil, Tailandia, Rusia o Argentina, así como contagiado tanto a los países del centro y este europeo como a los del sudeste asiático. Para explicar esta proliferación de las crisis no basta con acudir a la teoría del ciclo financiero para confirmar que sus movimientos tienden a ser esencialmente creadores de inestabilidad; la recurrencia de las crisis ha aumentado también con la globalización, que ha contribuido a aumentar la volatilidad de los mercados, a facilitar el contagio entre países y a disminuir el poder defensivo individual de los Gobiernos; y tampoco hay que olvidar los excesos del mundo financiero, las fusiones y adquisiciones basadas en endeudamientos temerarios, las montañas y montañas de préstamos imprudentes y, en general, la albañilería financiera con la que muchos espabilados y desaprensivos reyes del universo se han enriquecido engañando a tirios y troyanos: la misma pareja de angelitos Fannie & Freddie fue multada en 2003 por haberse encontrado falsificaciones multimillonarias en sus respectivas contabilidades, sin que ello diera lugar a investigación criminal alguna en un país con fama de tomarse estas cosas en serio.

La segunda reflexión tiene que ver con el hecho de que, en el mundo globalizado actual, la economía financiera domina claramente a la economía llamada real, la productora de bienes materiales. Desde la Gran Depresión, los trabajos de Keynes y el desarrollo de la macroeconomía sabemos que el problema central de una economía es el financiero: prosperidad y depresión vienen determinados por los ritmos de las finanzas, no de la economía productiva. Todo lo cual implica que, si bien el mayor desarrollo del sistema financiero favorece el crecimiento económico general, la inestabilidad que ya parece endémica de las finanzas causa estragos en la industria y otros segmentos de la economía real, un sector que antaño marcaba el ritmo del crecimiento y la riqueza de las naciones, como le gustaba decir a Adam Smith.

La tercera enseñanza que de esta y anteriores crisis puede extraerse se refiere a la creciente influencia de las finanzas internacionales en las intervenciones del Estado en la economía. De entrada, los gobiernos nacionales son cada vez más incapaces de hacerse cargo de los problemas derivados de la creciente intromisión de la especulación financiera en sus territorios: no hay reserva de divisas que resista más de dos semanas la presión de una enorme masa de millones de dólares lanzada contra una moneda nacional. Dicho con otras palabras, los gobiernos están cada vez más condicionados por los mercados financieros internacionales. George Soros, el famoso magnate, especulador y filántropo que se hizo multimillonario provocando en dos días la salida de la libra esterlina del Sistema Monetario Europeo, lo dijo muy clara y fríamente hace ya más de una década: «los mercados votan cada día y obligan a los gobiernos a adoptar medidas ciertamente impopulares, pero imprescindibles. Son los mercados que tienen sentido de Estado». En estas circunstancias, resulta bastante iluso proponer, como hacen quienes se creen los más acérrimos defensores de la libre empresa y hasta del capitalismo, que el Estado se limite a mantener la ley y el orden. Que vayan con ese cuento a los nada sospechosos gobiernos de Estados Unidos y del Reino Unido, este último rescatador reciente del banco Northern Rock. No hay un político serio ni gobernador de banco central que se cruce de brazos cuando la caída de algún elefante blanco puede provocar eso que de modo algo pedante se llama crisis sistémica, el derrumbamiento general de los mercados.

Finalmente, una cuarta consideración tiene que ver con las gravísimas carencias regulatorias de los mercados financieros, que hacen muchas veces imposible la defensa de los derechos de los acreedores o la existencia de la imprescindible transparencia informativa. Además, como señala R. Heilbroner, «dado que las disfunciones son de escala transnacional se requieren contrapartidas regulatorias transnacionales; pero nada de esto existe». Hace algún tiempo, las graves consecuencias de las crisis asiática y rusa impulsaron algunas acciones de los países centrales (G-8) orientadas al establecimiento de instituciones internacionales de supervisión, prevención de crisis y atención organizada de las mismas, incluyendo la posibilidad de compartir los costes de los ajustes. Pero pronto se disolvieron en aguas contrarias a la intervención pública y se volvió al sálvese quien pueda. Con la particularidad de que, como se ha señalado más arriba, cuando se producen estas crisis financieras no es la mano invisible que guía seráficamente al mercado sino el dinero de los contribuyentes el que asume las deudas de las entidades. Y es que, en contra de lo que hace tres siglos escribió Bernard de Mandeville en su famosísima fábula de las abejas (para algunos precursora de la doctrina del laissez-faire), los vicios privados rara vez llegan a producir beneficios públicos. Más bien al contrario.