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EL COMENTARIO

La broma pesada de Ibarretxe

En nuestros viejos países, dotados de regímenes ya muy experimentados y seguros de sí mismos, la irracionalidad está desacreditada. Las utopías revolucionarias no tientan a unas juventudes que han tomado conciencia de su suerte al haber nacido en ámbitos desarrollados y libérrimos, y la política tiende a ser monocorde, más enfrascada en la búsqueda de la buena gestión que pendiente de las iluminaciones de los líderes. Por eso, en Euskadi, ETA ha ido perdiendo, con el desarrollo político, ya no el prestigio que nunca tuvo, sino también el arropamiento social que conseguía por razones puramente sentimentales y, por lo tanto, atávicas y rústicas. Y de ahí, también, que haya que presagiar la decadencia de un nacionalismo nominalmente democrático que está sin embargo tan fanatizado que ni siquiera parece ser consciente del mundo en que vive. Del Estado de Derecho, que forma parte del homogéneo tejido democrático occidental, en que se inserta, y en el que ciertas estridencias carecen simplemente de sentido.

ANTONIO PAPELL
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Cualquier mero estudiante de Derecho, y aun cualquier lego en la materia que haya sentido curiosidad jurídica y esté habitualmente en contacto con los medios, era perfectamente consciente de que la consulta ideada por Ibarretxe, con la que el lehendakari pretendía ejercer un «derecho a decidir» en su ámbito que nadie le reconoce, no tenía encaje posible en la Constitución española. Así, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el recurso presentado por el Gobierno ha sido una obviedad. No existen soberanías autonómicas ni municipales sino una sola soberanía desempeñada por todo el pueblo español en su conjunto y residenciada en el Parlamento.

Así las cosas, ante la claridad meridiana de los hechos y de las determinaciones, los aspavientos de Ibarretxe, socios, amigos y demás comparsas son no sólo inexplicables, sino también pintorescos y, en cierto modo, ridículos: tiene un amargo gracejo la figura del histrión que reclama con afectada ingenuidad lo que no se le puede dar porque no existe. Con la particularidad de que ese ridículo crece a medida que el personaje eleva el tono de su decepción. Los tribunales europeos se le reirán a Ibarretxe en las barbas, y es bien probable que la «gran» manifestación ya convocada para el 25 octubre, fecha en que debía haberse celebrado la consulta, sea mucho más mensurable y abarcable que lo que el lehendakari desearía para capitalizar políticamente su victimismo.

Todas estas consideraciones resultarían secundarias y hasta inanes si tras ellas no estuviera la horda etarra, con su secuela de muerte y desolación, y actuando todavía al acecho como el más poderoso anacronismo que nos liga al remoto pasado de dictadura y fuego. Es decir, cuando asistimos a la pirueta del lehendakari trapecista, a los ciudadanos se nos hiela la carcajada porque inmediatamente vemos entre bastidores el espectro macabro de los asesinos. No es, en fin, una estridencia limpia la de Ibarretxe porque las manos de un sector de quienes lo aplauden están ensangrentadas.

Por ello, las recriminaciones que nos hacen a los titulares de la soberanía los portavoces del tripartito vasco, el propio jefe de la institución, los altos cargos del PNV, en el sentido de que los verdaderos demócratas son ellos, frente a un mundo que no les comprende y a una sociedad española que los ignora, hace mucho tiempo que dejaron de ser provocaciones inocentes. La irracionalidad del discurso político, que trata de antidemócratas, autoritarios y fascistas a quienes frenan sus locuras con la ley y la Constitución en la mano, no es muy distinta de la que exhiben los sayones cuando matan porque a su entender la víctima contribuye supuestamente al sojuzgamiento de la libérrima Euskadi. No se puede, en fin, bromear en Euskadi con la política mientras ETA practique el tiro en la nuca como argumento ideológico, pero así y todo las ocurrencias de Ibarretxe parecen una broma pesada.