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Opinion

Reto paquistaní

La elección, tal y como estaba previsto, de Asif Ali Zardari como presidente de Pakistán ha sido saludada como un triunfo por parte de los seguidores de su esposa, la asesinada Benazir Bhutto. Una victoria que supone el ascenso al poder de quien se ha erigido como jefe del clan que constituye una referencia política ineludible en el país. Zardari ha asumido el legado de Bhutto imponiéndose de manera inesperadamente holgada en las votaciones celebradas en el Parlamento federal y las cuatro asambleas regionales, lo que cierra, al menos por el momento, el período de incertidumbre abierto primero por la forzada dimisión del general Musharraf como jefe del Estado y agravado después por el abandono de la coalición gubernamental que protagonizó la Liga Musulmana de Nawaz Sharif. Pero la designación del nuevo presidente no asegura por sí misma ni una duradera estabilidad institucional ni una eficaz respuesta ante los dos grandes desafíos que ha de afrontar el país: una ofensiva de la insurgencia islamista que se ha cobrado 1.200 muertos en un año y una acusada crisis económica que actúa como un factor sobrevenido de desequilibrio social.

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Prueba de las inquietantes dificultades que atraviesa Pakistán es el modo en que se ha consumado la elección del viudo de Bhutto, propiciada por el archivo de las actuaciones judiciales en su contra por corrupción y por la determinación de EE UU de amarrar el compromiso del Gobierno de Islamabad en la lucha contra el terrorismo. La designación de Zardari significa reeditar con matices el proyecto que, bajo inspiración estadounidense, pretendía mantener al frente del Estado a Musharraf con Bhutto como máxima responsable del Gobierno y que quedó truncado por el asesinato de ésta. Sin embargo, el elogiable esfuerzo por perseverar en la frágil institucionalización del país, en un escenario de violencia constante que ayer provocó al menos 30 muertos en un atentado de los talibanes, no garantiza la resistencia futura de la democracia frente al embate de los activistas alineados con Al-Qaida. La salvaguarda de la misma exige una respuesta decidida que procure la derrota política y social de los integristas que han vuelto a hacerse fuertes en los inexpugnables límites fronterizos con Afganistán.