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Desolación de melancólicos

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na luminosa mañana, este agosto, pensé, mientras miraba a través de una copa de agua de cristal tallado que un camarero de chaqueta blanca acababa de traer a nuestra mesa de desayuno, en la terraza de un hotel a orillas del Gran Canal de Venecia, a dónde iría a parar la calma de esa hora, dónde habría que ir a buscarla cuando pasara ese tiempo efímero y las vacaciones no fueran más que un vago recuerdo en el trajín de la vida diaria, de las jornadas maratonianas, los afanes imposibles, las batallas perdidas. Cómo podría envasarla, capturarla... ¿Dónde estaba el botón de Pause, por Dios! El verano dura tan poco como lo que tarda uno en adaptarse a la antigua rutina y es preciso recordar esos ratitos. Más ahora que todo son malos augurios, negros presagios y también datos contundentes, de que la fiesta se termina. Pero con 120.000 parados es obsceno quejarse de síndrome postvacacional. Bienvenidos al mundo real.