Opinion

Los hospitales

Durante la semana pasada, ante el temor de que a partir de ahora me resultara más difícil realizar mis paseos periódicos por nuestros hospitales, he dedicado varias tardes a recorrer sus diferentes plantas e, incluso, a conversar amigablemente con los pacientes, con los enfermeros, con los médicos y con algunos familiares.

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Les adelanto que comprendo y aplaudo la decisión de limitar las visitas al Hospital Puerta del Mar. No tengo la menor duda de que esta medida restrictiva es acertada, necesaria y urgente. Todos sabemos que las delicadas tareas de los profesionales de la Medicina y, sobre todo, la tranquilidad de los pacientes exigen un saludable ambiente de calma, de orden y de silencio. Es cierto que, cuando experimentamos la debilidad, el dolor y el temor que nos producen las enfermedades -especialmente si nos encontramos enclaustrados en un recinto extraño- agradecemos la presencia de nuestros seres más queridos, pero a condición de que no perjudique nuestra recuperación, no dificulte el trabajo de los médicos y enfermeros, y no moleste a los demás pacientes.

Como es sabido, toleramos mejor las dolencias, las dudas y los miedos cuando, acompañados, los compartimos con quienes nos sentimos identificados: la presencia cariñosa de esas personas que forman parte de nuestra vida constituye una poderosa medicina que, si no nos cura, al menos, nos alivia los sufrimientos: es un calmante imprescindible que nos infunde ánimos y esperanzas, y un sedante eficaz que nos ayuda a resistir en la pelea sin tirar la toalla.

Pero hemos de reconocer también que nuestro malestar puede aumentar cuando nuestra intimidad -ese recinto sagrado- se ve amenazada por la indiscreta presencia de personas extrañas. No podemos confundir la compañía con el jolgorio, con la juerga y con el bullicio: una operación quirúrgica o una enfermedad grave no son espectáculos públicos que proporcionan diversión y distracción. No digamos nada si, además, se cuela en la habitación uno de esos pájaros de mal agüero, uno de esos profetas de calamidades, uno de esos neuróticos asustadizos que están dotados de una singular destreza para generar un ambiente de ansiedad y un clima de pesimismo.

Permítanme que les confiese una confidencia que explica mi desilusión personal: desde hace muchos años los hospitales constituyen uno de los destinos semanales de mis recorridos terapéuticos. Y no es que acuda animado por el consejo evangélico de visitar al enfermo ni, por ahora, para ser atendido por un especialista sino, simplemente, con la intención de valorar el privilegio provisional de mi salud y de relativizar las molestias que sufro en la vida extrahospitalaria.

Comprobar cómo, por muy graves y desalentadores que sean algunos pronósticos, son muchos los pacientes que siguen sintonizando con los asuntos de actualidad, se preocupan por los problemas de los visitantes y se ilusionan elaborando proyectos de futuro, es un estímulo impagable para que peleemos con fuerza contra esas adversidades que son ineludibles en la lucha diaria. Pero estas visitas me sirven, sobre todo, para aprender prácticamente que el bienestar humano, igual que la salud, no consiste en eliminar las dificultades sino en lograr la victoria, en vencer ese cúmulo de obstáculos que, de manera obstinada, se empeñan en amargarnos la vida.