MAR ADENTRO

Los últimos forajidos

Maldita la gracia que nos haría que un tipo nos apuntase con una recortada y lo mucho que nos gustan esos romances borgianos de Jacinto Chiclana, que suelen salpicar coplas y novelas o, a porfía, las páginas de la prensa amarillo bilis o de la televisión basura. La detención de la banda de los Flores a la altura del punto kilométrico 47 de la autovía Jerez-Los Barrios, tranquiliza sobremanera al español que llevo dentro: todavía quedan facinerosos patrios, jarabos rojigualdas, asesinos con DNI.

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Visto lo visto de los últimos años, por las declaraciones de la clase política y los titulares de la artillería mediática Brunete, pareciera que todos los delincuentes fueran extranjeros y que en el medallero del crimen organizado nos estuvieran zurrando la badana los albanokosovares. La Benemérita ha puesto las cosas en su sitio. En el noble deporte de la delincuencia, sabemos aprovechar la ventaja de jugar en casa. Mientras los hermanos Gasol se jugaban la plata del baloncesto en Pekín, los hermanastros Flores campaban por la provincia de Cádiz desde el mes de junio acumulando no sólo el asesinato de la joven Tamara Layton en El Marquesado, sino otras tentativas de homicidio, varias lesiones con armas y el robo de treinta casas, diez coches y varias escopetas; así como un rico palmarés de violaciones y tráficos de droga.

He leído con esa atención displicente que el estío nos depara como la llamada banda de la carretera acumula un historial estremecedor por el centro y por el norte de España desde 1989, hasta que decidieron bajarse al sur. A su lado, el asesino que Bardem interpreta en No es país para viejos, de los hermanos Coen, resultaría un simple catequista: cualquier día de estos nos inflaremos a comer palomitas ante una pantalla grande en la que algún cineasta refiera su historial sangriento, su psicopatía a mano armada, sus varios homicidios y agresiones sexuales, sus condenas y permisos de tercer grado, entre detenciones en mitad de un entierro o implicación en reyertas, desde Sevilla a Jerez, pasando por la provincia de Málaga en las últimas semanas.

He visto sus nombres completos, releído sus antecedentes, admirado el calibre de las escopetas que ahora esgrimen los captores de estos últimos pistoleros delante de las cámaras del ojo público. Pero en ningún lado he leído donde nacieron, qué idioma hablan y cual es el color de la tez o el origen de su cultura. Son terribles los sucesos en los que se han visto implicados a lo largo de esas vidas suyas que han segado otras muchas. Pero más terrible se me antoja todavía ese otro crimen con silenciador que cometemos entre todos cuando pregonamos unas identidades y omitimos otras.

Uno de estos fulanos murió en el tiroteo que permitió capturar al resto de la banda durante un control, el pasado fin de semana. Los supervivientes darán con sus huesos en la cárcel. Aquí paz y después gloria. Si en vez de ser gallegos, andaluces, extremeños, castellanos, catalanes o vascos, esta gentuza procediese de Rumanía, de Camerún o de Colombia, hoy estaríamos mirando a todos sus compatriotas con recelo y exigiendo mayor severidad en las leyes de Extranjería. Posiblemente estaríamos incurriendo entonces en un flagrante caso de racismo o de xenofobia. Dos supuestos que también constituyen delito en nuestro país aunque, en tales extremos, la Ley no suela aplicarse demasiado y muy a menudo todos nos convirtamos, por ello, en forajidos.