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CALLE PORVERA Mientras asistía atónita a través de mi pequeña pantalla a la defensa casi irracional que de Barack Obama ofrecía su fervorosa esposa, un único pensamiento asaltaba mi cabeza: esto sólo puede ocurrir en América (del norte, se sobreentiende). La buena de Michelle comparecía ante un público entregado en uno de los tantos mítines sin sentido que copan el panorama político de todos los países, en los que convencer curiosamente es lo de menos, porque el asistente está más que convencido.

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El caso es que esta señora dedicó no sé cuánto de su tiempo a proclamar a voz en grito eso de «mi marido es el mejor del mundo». Ésta no deja de ser una de las mayores perogrulladas de la historia, no tanto por que Obama sea o no estupendo, que lo desconozco, sino porque qué puede decir su mujer al respecto, y mucho más en público y si de ello depende que alcance la presidencia de EEUU. En cuanto a los argumentos que esgrimía la señora, tampoco el discurso tenía desperdicio alguno, ya que basaba las cualidades de Barack en que es un buen esposo y un buen padre de familia. Si éstos fueran los requisitos fundamentales para ser buen presidente, el 90% de los curritos de a pie se merecerían tal consideración.

¿Qué ocurre, además, con los políticos cuyas parejas fracasan o que no tienen hijos, son peores personas y menos líderes por ello? Mientras seguía dando vueltas al coco en este sentido, me maravillaba comprobar cómo a los asistentes al espectáculo se les erizaba la piel e incluso prorrompían en llanto. Tras ser testigo de semejante episodio, cada vez entiendo más cómo lo que consideramos exageraciones cinematográficas se corresponden fielmente con la realidad.