MAR DE LEVA

Catastrofe y carroña

Quizá por las ingenuidades de la edad, mis chavales piensan que la muerte es una cosa que nos llega a todos por orden, según los años que tengamos y las cosas que vayamos dejando atrás, todas ordenaditas y terminadas y bien hechas. No quieren creer cuando les advierto que la muerte es sorpresiva y no sigue las reglas del tiempo y que suele sorprendernos a todos, dejándonos con un montón de cosas por hacer, de sueños por terminar y de libros que leer.

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Hemos visto este miércoles el terrible azar de la lotería de la muerte. Y a todos los que alguna vez nos hemos subido a un avión, y sin duda y durante mucho tiempo a los que lo tengan que hacer durante meses o años en el futuro, se les habrá hecho el nudo en la garganta al comprender que cualquier otro vuelo podría tal vez haber sido señalado por la estadística nefasta. Independientemente de que hubiera fallos estructurales, de que fallara o no fallara el maldito motor izquierdo, de que el piloto hubiera advertido antes de que algo raro le impedía el despegue, lo cierto es que si el avión intenta dejar atrás la pista es porque todos creen que va a remontar sin problemas el vuelo. A veces no es así, y explicarlo lleva tanto meses como reflexiones: Nadie que no termina un viaje parte creyendo que no va a volver a casa.

En medio de la tristeza inevitable que este tipo de tragedias nos provocan, y más en un mes y unas fechas donde gran parte de los españoles se prepara a poner final a sus vacaciones, uno no puede sino lamentar, tanto como las muertes, a toda esa gente que se aprovecha de las muertes. Por lógica humana, las autoridades sólo pueden ir informando del conteo de cadáveres según se vayan certificando esos cadáveres: Empezaron por siete, recuerden ustedes, y la cifra fue escalando hasta ese vértigo del centenar y medio que, sí, ya se anunciaba antes en algún periódico nacional y en algunos periódicos de la prensa extranjera. Sin embargo, antes de arrojar a nadie a los caballos, parece que no se quiere pensar que, en esas horas y minutos, casi más importante que contar los muertos es ir preparando a los familiares para la desgracia. Muchos de esos familiares iban en coche al aeropuerto a comprobar si les había alcanzado o no la tragedia. Ese tiempo de dolor compensado con la esperanza creo que ayuda más que el shock terrible de saber de sopetón, como ya intuíamos por las columnas de humo que veíamos en la tele y porque ya sabemos cómo son este tipo de accidentes, que las posibilidades de que hubiera muchos supervivientes era mínima.

En esa estúpida guerra de cifras, con todo, lo peor no es la falta de pudor de muchos de los pseudoperiodistas de las distintas cadenas de televisión, capaces de colocarle el micrófono delante a seres humanos que en ese momento sólo piensan en sus personas queridas, ni que la tarde se convirtiera en una feria que hurgaba una y otra vez en la herida abierta. Lo peor se vio en las prensas digitales, donde la moda de dejar hablar a los lectores consiguió, como de costumbre, que los innumerables mensajes de apoyo y condolencia a las familias de las víctimas se viciaran con los inevitables hijos de perra capaces de desvirtuar hacia la política el dolor del momento, difundiendo rumores de atentados, acusando de la desgracia el hecho de que el presidente del Gobierno estuviera de vacaciones y arrimando, de paso, el ascua a la sardina de una opción política que, por otra parte, ningún partido político defiende. En medio de la muerte, la carroña.

Apenas veinticuatro horas más tarde, ha habido que alertar de timos telefónicos haciendo falsas colectas para ayudar a las familias afectadas. Más cercana aún, la ignominia del jueves a mediodía, en uno de los restaurantes de bocadillos de nuestra ciudad, ese donde se pide la comanda y se da un nombre, el que el cliente quiera, mientras te preparan el montadito y la cerveza. De piedra me quedé cuando escucho por el altavoz del local el nombre elegido por un gracioso sin vergüenza: «Trastazo en Barajas». Bazofia sin escrúpulos, como los timadores on line, como esos agitadores de pesadillas que anteponen la política a la desgracia ajena, que es desgracia de todos nosotros. Espero, desde luego, que te sentara mal el montadito, chaval. Menuda escoria.