Poseído por el viento
Hay un dicho que dice que cuando comienzan las pruebas de atletismo, se acaban las Olimpiadas. Quien lo acuñó desconocía que, a comienzos del siglo XXI, un extraterrestre en forma de pez y llamado Michael Phelps surcaría las piscinas de Pekín. Cierto es también que la explosiva irrupción de Usain Bolt sobre el tartán chino no encuentra punto de comparación en las citas olímpicas. Quizás habría que remitirse a nombres del impacto mediático de Owens o Lewis para entender su verdadero significado e incluso así la sombra de este joven de 22 años diluye como azucarillos el recuerdo de estos dos mitos norteamericanos de los 100 y 200 metros. Pero estamos en 2008 y las piernas interminables del jamaicano, su admirable suficiencia, su extrovertida forma de encarar la más alta competición, su negativa a abandonar el Caribe por una opulenta universidad americana y su manera de festejar unas marcas que tendrán que pasar muchos lustros hasta que seamos capaces de asimilar le convierten en un héroe muy cercano aunque también en un tipo a años luz de la zafia juventud que nos rodea.
Actualizado:Frente a unos niñatos que viven, hacen el cafre e infrigen la ley las 24 horas del día sobre sus ruidosos artefactos, Bolt corre poseído por el viento para demostrarnos que, a pesar de todo, hay que mantener la esperanza en la raza humana. Bolt es lo opuesto a la mediocridad, ésa que cada día coloca a nuestra legión de adolescentes a un paso y medio de vuelta al Neolítico; ésa que ubica a buena parte de la población infantil en una realidad paralela donde sólo tienen cabida las game boy, nintendo y play station. Bolt es un milagro, pero también un serio aviso a sus postreras generaciones. El deporte es cultura y la cultura -como los polos- se está yendo al garete.