SOBRADOS. Los chinos no tienen rival. / REUTERS
Deportes/Mas-Deportes

China impone su fuerza en el ping-pong

La superioridad de China en el ping-pong es ya un hecho común, algo que se da por sobreentendido y nadie discute. Basta con repasar el ranking mundial para constatar que su dominio es absoluto en un deporte que, en este país, es una auténtica pasión nacional. En hombres, los cuatro mejores jugadores del mundo son chinos. Entre las mujeres, las cinco primeras. No es de extrañar, por tanto, que el sueco Jorgen Persson, el hombre que mantiene viva la llama del gran Jan-Ove Waldner, oro en Barcelona y plata en Sydney, reconociera la víspera de su partido de semifinales contra Wang Hao que hay que ser deportivos y aceptar la realidad. «Ellos sí que son la gran muralla», dijo, refiriéndose a los representantes de China.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

No hay que buscar mayores secretos para explicar la superioridad absoluta de los chinos en el tenis de mesa. En el fondo, se trata de algo tan sencillo como la selección natural; un aspecto en el que nadie puede competir con ellos. Los niños chinos comienzan a jugar en el colegio, a partir de los cinco o seis años. He Zhi Wen, el jugador chino afincado en Granada que ha representado a España en los dos últimos Juegos, ha contado más de una vez cómo fueron sus inicios en una escuela donde sólo había una mesa de ping-pong y los niños tenían que esperar su turno para jugar. Como sólo el que ganaba el partido seguía jugando, había que esmerarse. La cola era terrible.

Esa era la primera selección. Pero luego quedaban otros peldaños, los más difíciles de superar. Los mejores jugadores de cada pueblo competían por ser los mejores de su comarca y quienes lo conseguían ingresaban en régimen de internado en alguno de los centros de alto rendimiento de su provincia. Una vez allí, se dedicaban al tenis de mesa con una disciplina de monjes. Eran obligados a levantarse a las seis de la mañana y, tras una ducha fría, entrenaban durante una hora. Luego desayunaban y dedicaban la mañana a estudiar. Por la tarde, jugaban tres horas antes de cenar. La jornada, sin embargo, no se había acabado, ya que antes de acostarse tenían que otra hora y media de práctica. Los mejores y más resistentes acababan teniendo el premio con el que soñaban: convertirse en jugadores profesionales, a sueldo del Estado.