La suerte y la muerte
La vida de los pobres seres humanos no depende de nada, si acaso pende de un hilo delgadísimo que además, para acabar de arreglarlo, es invisible. En nuestro destino influyen menos la voluntad y el carácter que el azar. Unos le llaman Providencia, con mayúscula, y otros, más modestos, le llaman casualidad. Lo cierto es que los dioses nos deben una explicación. Cuando creíamos que José Tomás era el español que estaba más cerca de la muerte, le veíamos salir por la puerta grande de la Malagueta triunfante, lo que no es noticia, y además ileso, lo que sí lo es. Unas horas antes se había registrado una de las catástrofes mayores de la aviación civil de nuestra nación. El McDonell Douglas-82, de quince años de edad, se convirtió en un planeta de fuego a ras de tierra. 153 personas -quiero decir 153 destinos- murieron en Barajas cuando pensaban emprender otro viaje.
Actualizado: GuardarSiempre que la desgracia nos hace una visita inesperada se queda a vivir algún tiempo con nosotros, pero después decimos eso de que «la vida sigue». Es verdad. No sabemos cómo se las compone para seguir, pero sigue. Un matrimonio canario se salvó porque llegó a facturación tres minutos después de que se cerrara el vuelo. A varios pasajeros les ocurrió lo mismo: unos porque negociaban un billete más económico, otros por el overbooking y otros porque eran fieles a la tradición de la impuntualidad española. Lo único cierto es que la muerte no viajaba en sus maletas, sino la suerte.
Los chinos de la antigüedad, no los de las Olimpiadas, que creen más en el esfuerzo, decían que más vale una cucharada de suerte que un barril de sabiduría. La verdad es que la vida es ininteligible.
Mucho más arriba de la T-4 de Barajas, como en el verso de Juan Ramón Jiménez, «Dios se estaba bañando en su azul de luceros».