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RAMÓN

Serenar la tragedia DE CÁDIZ

El día después del sobrecogedor accidente de Barajas enfrentó con crudeza a decenas de familiares de los 153 fallecidos con los dolorosos trámites que tuvieron que cumplir sumidos en la pena y el aturdimiento. La dramática identificación completa de los cadáveres, 94 de los cuales requerirán de pruebas de ADN, se demorará aún varios días, lo que implica extremar el celo para que los damnificados puedan encarar su duelo y también para preservar su dolor frente a las especulaciones y las incertidumbres que rodean al accidente. El compromiso expreso trasladado a las víctimas por el presidente Rodríguez Zapatero, a fin de garantizarles que la investigación sobre las causas de las catástrofe será «exhaustiva, rigurosa y total», constituye el mínimo gesto exigible y la única respuesta concreta que, por el momento, pueden ofrecer las instituciones ante la angustia de los allegados. Las espeluznantes consecuencias del siniestro justifican por sí mismas que los afectados se cuestionen sobre las circunstancias del mismo y sobre por qué llegó a despegar un avión al que se acababa de someter a una revisión en pista por indicación del piloto. Pero la lógica zozobra de los familiares y la obligación de aclararles con la mayor diligencia posible por qué sus seres queridos encontraron la muerte en el vuelo de Spanair no deben desembocar ni en interpretaciones aún dudosas, ni en la creación irresponsable de expectativas que acaben desmontadas por los hechos.

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Las averiguaciones de la comisión técnica constituida para esclarecer los motivos del accidente precisan de la cobertura de la credibilidad para que sus resultados convenzan a las víctimas, especialmente cuando el informe definitivo podría demorarse muchos meses. Es difícil no compartir el sufrimiento añadido que supone no saber qué ocurrió exactamente, como es comprensible que trate de hallarse un culpable para un calvario semejante. Pero esa misma desazón exige no sólo que la investigación sea profesional, ágil, veraz y transparente. También requiere asegurar la confianza de los damnificados y del conjunto de una sociedad acongojada en el desarrollo de los procedimientos, renunciando a mermarla por intereses espurios. Los primeros indicios parecen descartar que la catástrofe tuviera su origen en un error humano, al tiempo que minimizan el fallo en los sensores de temperatura que motivó la alerta inicial del piloto y apuntan a una gran avería en el motor izquierdo. La revisión de las cajas negras y otros análisis deberán determinar si el siniestro fue o no inevitable, lo que obliga a comprobar también la verosimilitud de las afirmaciones de Spanair sobre las óptimas condiciones del avión y el escrupuloso procedimiento que se habría seguido una vez que se abortó el primer despegue. Los especialistas en desastres aéreos no se habían enfrentado a un desafío tan tremendo en 25 años, pero conviene recordar que desde 1990 se han investigado en España 1.225 incidentes vinculados a la aviación.