¡Qué bello es vivir!
Los grandes siniestros, que siempre se deben a una acumulación fatal de causas y son por ello mismo en gran parte fortuitos, tienden a alumbrar los buenos sentimientos de la gente. Vista la contingencia que suscita la zozobra de los seres humanos, es lógico que la subitaneidad de la muerte masiva engendre un momentáneo relativismo: la importancia de las cosas cede ante la eminencia sobrecogedora del azar. Y como en la célebre película de Frank Capra, los valores humanos adquieren, mientras dura el sobrecogimiento, un valor trascendente. Hasta que llega fatalmente el siguiente paso racional de constatar que la vida sigue.
Actualizado: GuardarEn el caso de los siniestros aéreos, además, se suscita inmediatamente la conocida reflexión: pese al dramatismo de los accidentes, que producen casi siempre un saldo abultado de muertos y, en el mejor de los casos, muy pocos supervivientes, el avión sigue siendo el medio de transporte más seguro. He aquí algunos datos, tomados de documentos oficiales que están en Internet: en la década de los noventa, el riesgo de muerte de quien realizase un vuelo nacional en un país desarrollado era de 1 entre 13 millones (las estadísticas de seguridad apenas han variado en los últimos años). Para hacer más comprensible esta fría estadística, puede añadirse que si se tomase un vuelo al día, con este índice de mortalidad, se podría viajar una media de 36.000 años antes de padecer un accidente y de perecer en él. Y un niño de diez años que despegue hoy en un vuelo nacional tiene diez veces más probabilidades de obtener una medalla olímpica que de no llegar a su destino. Por último, y para concretar el riesgo, si compramos un décimo de lotería y emprendemos un viaje en avión, tenemos 130 veces más probabilidades de que nos toque el gordo que de que muramos en el vuelo.
Dicho esto, es lógico que el concepto predominante de todos los análisis sea la fatalidad. Lo que ha ocurrido es que los 153 fallecidos tenían mala suerte. Que ha contrastado llamativamente con la buena suerte de los pocos que, contra su voluntad, se quedaron en tierra y salvaron la vida, volvieron a nacer. Pero la reflexión cabal no puede quedar en la piel de los acontecimientos.
Ante una mortandad tan terrible, es obligado realizar la más exhaustiva investigación que pueda imaginarse con todos los medios técnicos disponibles, depurar hasta el final hasta las más mínimas responsabilidades que pudiera haber, y obtener y publicar unas conclusiones que amplíen todavía más los márgenes de seguridad de este modo de transporte, que -conviene recordarlo- compendia por sí solo el prodigioso avance tecnológico de la humanidad en las últimas décadas.
Spanair tenía problemas empresariales en los últimos meses, iban a producirse despidos y se llegaron a divulgar protestas sindicales airadas por la sobrecarga de trabajo de sus empleados con el fin de reducir gastos. El avión siniestrado era un modelo antiguo, cercano a su desguace, y es preciso conocer con detalle si pasó estrictamente todas las revisiones obligatorias que, como es sabido, están rigurosamente tasadas por el regulador de Aviación Civil que sigue las recomendaciones del fabricante. Y, como se ha publicado, tras una salida fallida, el piloto de ese vuelo regresó al estacionamiento a realizar una reparación antes de emprender definitivamente su último viaje. Todo esto debe ser cuidadosamente investigado, más que para resarcir a quienes ya no pueden volver a la vida para que el principio civilizador actúe y la sociedad constate que existen mecanismos automáticos para fortalecer su propia integridad hasta que la probabilidad de los siniestros alcance valores cada vez más infinitesimales.
Sentado esto, resulta también inevitable ceder a la relativización de que hablábamos al principio. Las diferencias políticas e ideológicas, las crisis ocasionales, las coyunturas más o menos encrespadas, ceden todo protagonismo al imperio del gran dilema entre la vida y la muerte. Y es quizá oportuno llegar a una conclusión personal, que nada tiene de admonición ni de moraleja: No está mal mantener en la prosa diaria de lo racional y pedestre un punto de idealismo.