IMPOTENCIA. Gómez Noya llegó a la meta castigado por el dolor. / REUTERS
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El triatlón español cae en la tumba Ming

Gómez Noya, con molestias estomacales tras ingerir un gel, acabó cuarto, y Raña fue quinto

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Lagarto, lagarto. Mira que venir a correr el triatlón olímpico a una tumba. Grande, eso sí, de unos 40 kilómetros cuadrados, suficientes para contener la eternidad de trece de los 16 emperadores de la dinastía Ming. El paraíso. Un mausoleo decorado con la presa de Chisanling y rodeado por montañas que impiden el paso de los malos espíritus, que aquí vienen del norte. Pues allí, en un cementerio de cinco estrellas, quedaron enterradas la opciones del triatlón español. Casi consiguen salir de allí con medalla. Casi. Pero en el sprint final les cayó encima una lápida: Gómez Noya fue cuarto y Raña, quinto. Silencio de tumba en las gradas.

Noya, al entrar, se agarró un costado. Paró en seco. Se clavó diez centímetros más allá la de raya. Hueco. «Lo he dado todo. Pero me dolía el estómago. Sabía que los tres que venían conmigo eran más rápidos», dijo. Los tres eran el alemán Frodeno, el canadiense Whitfiel y el neozelandés Dochherty, los medallistas. A Noya, el mejor triatleta del mundo, le 'mató' un gel, uno de esos tubos que los ciclistas absorben en carrera. Llenos de maltodextrosa, de azúcar de asimilación rápida. Le atornilló la tripa. A vueltas. No lo digirió y se vació. El doloroso flato. A un pinchazo por jadeo. «Me pasa a veces cuando hace mucho calor». Y ayer lo hacía: 41 grados al sol; y el agua de la presa, a 27. Triatletas a la parrilla.

El kilómetro y medio de natación en agua hervida no separó a los buenos. Los trajes de neopreno estaban prohibidos. No hacían falta a esa temperatura. Dos tiburones, el americano Reed y el australiano Atkinson, fueron los mejores. Pero al saltar a la arena, los peces se ahogan. En 27 segundos, todos estaban ya sobre los 40 kilómetros en bicicleta. El triatlón es eso más 10 kilómetros al trote. Todo por una vieja apuesta entre marines: ¿Qué deporte es más duro? Ayer lo fue el atletismo. La bicicleta sólo desgastó. «Todos hemos pagado esos cuarenta kilómetros», señaló Noya. Seis vueltas. Seis repechos con un desnivel del 10%. Y la solana. En la bici, toca comer. Algo rápido. El gel. Una succión y basta. Y se acabó.

Correr a 41 grados

«Llevo meses con molestias y hoy han vuelto. Me ha sentado mal el gel. Pero eso no es disculpa», apuntó Noya. De la bici, casi todos bajaron al tiempo -el belga Zeebroek y el luxemburgués Bockel fueron los primeros-. En medio minuto, ya botaban todos sobre las zapatillas. Sobre el piso de las tumbas Ming. Y ahí empezaron a 'morir'. Se acabó correr en grupo. Cada uno con lo suyo. Y Raña con su recuerdo: el mal sabor de Atenas 2004, su hundimiento cuando era el número uno del mundo.

Cuatro años después, tras casi estar desaparecido, volvía al mismo lugar: la prueba olímpica. Igual de despistado. Capaz de perderse durante una carrera en La Coruña y acabar en la Plaza de María Pita, en mitad del mercadillo. Capaz de correr, pedalear, nadar y ser también campeón gallego de ajedrez. Capaz de romper ayer la prueba en la segunda de las cuatro vueltas a pie del circuito. A 41 grados, donde se calentaban las cenizas de los Ming.

Con Raña se quedaron Noya, Frodeno, Whitfiel y Dochherty. Cinco: sólo había dos plazas sin medalla. España con dos de cinco. Extraordinario para un país con 10.000 licencias por las 80.000 de Alemania. Raña no pudo mantenerse. Noya le dio relevo. Todo corazón. A los Juegos de Atenas no le dejaron ir porque decían que uno de su ventrículos no bombeaba bien. Lo llamaron valvulopatía aórtica congénita. Riesgo de muerte súbita. Le quitaron la licencia. Y entonces emigró. Sus padres lo habían hecho a Suiza. Él, gallego de Basilea, a Francia. Allí sí daban por bueno su corazón. Al final, pudo regresar. Le devolvieron el permiso. Con una condición: él asume el riesgo. Claro. El corazón es suyo. Lo puso ayer sobre la presa de los Ming. A muerte. Lo asume. «Iba vacío, pero he intentado dejarles». Por poco lo logra con Whitfiel. Pero el canadiense se agarró.

«Javier (Gómez Noya) era el más lento. Ya lo sabíamos», lamentó Alfonso Andreu, el seleccionador. El sprint a cuatro le dejó fuera del podio. «Tendré otra oportunidad en Londres», se consoló con sus 25 años. Lleva desde enero entre Sudáfrica, Australia y Corea. Para hacerse al calor. Y nada. Si el termómetro sube, su estómago muerde. Ayer ya hablaba de Londres, del futuro. De otros cuatro años metido en el trabajo más duro del mundo: el triatlón son ocho horas al día de caña y sólo dos días libres al mes. «Londres», decía el cuarto ayer. El quinto, Raña, saltó una valla para besar a su familia. Un operario chino, el encargado de trasladarle al control antidopaje, no se despegaba de él. También saltó. Menudo trompazo. Para haberse matado. Mira que caerse en una tumba. La de los Ming y el triatlón español.