TRADICIÓN. Centenares de aperos y herramientas típicos se exhiben en su patio. / CRISTÓBAL
Jerez

El museo del campo

Uno de los primeros colonos de Guadalcacín conserva en su casa más de 500 aperos que son el reflejo del pasado y el futuro agrícola de la Campiña de Jerez

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El patio de su casa, una típica vivienda de los colonos en Guadalcacín, es la historia viva de la tradición agrícola de la Campiña de Jerez. Pero cada uno de los antiguos utensilios que Miguel Lozano expone en las paredes y cuida con mimo es también el reflejo de una vida dedicada al campo, un sector que aún hoy se resigna a abandonar y al que todos los días le reserva unas horas centradas en el cuidado de su huerta, en la que produce berenjenas, tomates o zanahorias.

Más de 500 herramientas de todo tipo se almacenan en la casa de Miguel Lozano, que recuerda sin problemas la historia de cada una. Sabe de lo que habla cuando señala un yugo o un biergo, de los que dice que «todos éstos los he usado alguna vez para arar o para trillar la era». Otros han sido los compañeros de fatigas de sus vecinos, muchos de los cuáles han querido contribuir con sus propios aperos a conformar esta especie de museo del campo en el que lleva 20 años sumando piezas.

Miguel es uno de los primeros colonos que llegaron a la pedanía, en la que, como también ocurrió en el resto, el sector agrario fue el motor que impulsó que se asentara la población. De hecho, la creación de los regadíos del Guadalcacín y el posterior pantano fue un hecho fundamental que marcó el futuro de una Campiña que, pese a las crisis posteriores y las políticas comunitarias, sigue siendo un pilar fundamental de la producción agroalimentaria.

El mismo Miguel sabe lo que es cultivar remolacha, cosechar algodón y, sobre todo, cuidar el ganado. «Antes de irme al servicio militar trabajé en todas las campañas de los cultivos que eran habituales por esta zona», narra antes de explicar que «cuando ya regresé me dediqué al ganado, a las vacas productoras de leche».

Así ha estado, trabajando duro pese a sus 72 años, hasta que le expropiaron su parcela en las inmediaciones de la Ciudad del Transporte y pudo jubilarse y dejar atrás «la esclavitud que es el cuidado de los animales, porque teníamos que estar pendientes día y noche de ellos, y eso me obligaba a estar todo el día dando viajes de la finca a mi casa, e incluso a tener que quedarme a dormir allí».

La dedicación al campo se adivina en sus aperos, en sus manos y en la pasión con la que habla de este sector que «antes se vivía de otra manera, con familias enteras trabajando en lo mismo, comiendo juntas en el campo».

Mientras cuenta decenas de anécdotas, por sus manos pasan las antiguas jarras en las que recogía la leche, las hondas vaqueras, los ganchos para cortar la remolacha -«antes era un trabajo muy duro, hoy las máquinas lo hacen todo», recalca- y las carretas que él también talla en miniatura y que tanto divierten a sus nietos.

Pero también deja traslucir un punto de amargura cuando recuerda que «esta profesión no está tan bien mirada como otras, y cuando nos retiramos con los aceros ya gastados nos queda la paga más pequeña».

Pese a todo, pese a que reconoce que a los jóvenes les cuesta apostar por el campo y que las políticas europea hieren de muerte a cultivos sociales como la remolacha y el algodón «quitándoles las subvenciones», no ve con malos ojos el futuro y subraya que «hay buenos proyectos que pueden traer un buen futuro».

ppacheco@lavozdigital.es