MAR ADENTRO

La Historia como parque temático

Le tenemos un respeto decimonónico a los museos. Y cuanto más la desconocemos, mayor veneración jurásica guardamos hacia la Historia, ese pariente fósil al que adoramos sin más como a un becerro de oro. A muchos de quienes gustamos de esos edificios anacrónicos en donde el pasado se encasilla en los cuadros sinópticos de sus estanterías, tampoco hacemos ascos a nuevas formas de contemplar nuestro patrimonio, tanto por obra de las nuevas tecnologías como por arte y magia del ingenio. Así que lo mismo nos sirve el parque de Futuroscope en la localidad francesa de Tours que el Parque de las Ciencias de Granada o el museo del Far West en St. Louis, en Estados Unidos: el tiempo es un juego en el que tan licito resulta rebobinar como aplicarle la marcha rápida hacia delante, el fast forward que tan difícil resulta traducir al español.

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En los tiempos que corren, en esa era de la globalización que congenia el rigor con la banalidad, no resulta un disparate ponernos serios y estupendo ante los sarcógafos antropoides y, al mismo tiempo, participar de los eventos que la empresa Monumentos a la Vista suele organizar en torno a la Casa del Obispo en la capital gaditana. ¿Por qué no aprovechamos el pasado, no sólo para conservarlo con la seriedad universitaria que el caso exige sino para convertirlo en un negocio de ocio, valga la paradoja?

No se trata de devaluar los yacimientos arqueológicos como sir Arthur Evans y sus seguidores vienen haciendo en Knossos, en la Creta del Minotauro, desde hace más de un siglo. Se trata de suplir con imaginación las ausencias habidas en los estratos y concebir a nuestra larga Historia como un parque temático que entretenga a los visitantes e ilustre a los residentes: ¿qué tal nos quedaría una recreación en vivo de la célebre lonja de compraventa de esclavos que tuvo Cádiz durante la carrera de Indias? ¿Acaso la isla de Sancti Petri no resultaría un lugar aceptable para levantar una réplica del templo de Hércules donde el pequeño Anibal juró odio eterno a los romanos, o de las puertas de la Atlántida que anduvieron buscando Manuel de Falla y César Pemán en aquel fortín?

Sería demasiado costoso rescatar y exhibir alguno de los cuatrocientos galeones que duermen bajo las aguas de Cádiz. Pero, ¿tan caro resultaría construir uno de esos paquebotes a la antigua usanza para que amarrados a puerto sirvieran como un retazo de la mirada perdida de los veedores, como un complemento a las torres miradores que aguardan los fastos del bicentenario como aquellos duros antiguos que tanto en Cádiz dieron que hablar?

Y si no resulta deseable que sobre la Historia avancen las hormigoneras de la especulación urbanística o del desdén y de la ignorancia pública o privada, tampoco es plan de despreciar semejante botín para sacarle un legítimo provecho. No se trata de reinventar nada ni de sacarnos de la manga la casa natal de Lola la Piconera sino reanimar lo que hubo de cierto y cuyo rastro a menudo ocultaron terremotos, tsunamis y la poca vergüenza de todos aquellos que trajinaron y trajinan con el pretérito, el presente y el futuro sin que nadie les encierre en el zoológico de los desaprensivos de la libertad de mercado o en el parque temático de las chacinas políticas. Un templete de la música donde suene a menudo Manuel de Falla, un itinerario que rinda homenaje a Gabriel de Araceli o a Juan Cantueso, a aquel atractivo tiempo de la capa y de la espada, de las expediciones científicas a pesar del mentidero de la Inquisición. Cualquier ciudad daría lo que fuera por contar con tres mil años de historia y de leyenda con los que poder alimentar la molicie de los turistas en un lugar donde, ya se sabe, a falta de astilleros, buenos son cruceros.