IMPRESIONANTE. Los voluntarios muestran al mundo las fotos de 2008 niños para conmemorar el año de los Juegos en China. / EFE
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Fuego Olímpico en Pekín

Una ceremonia inaugural de 4 horas, grandiosa, colorista y algo monótona más allá de su espectacularidad, abre los Juegos 2008

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La antorcha olímpica ya arde en el imponente pebetero del estadio olímpico de Pekín. Poco antes de las doce de la noche, hora local, el legendario gimnasta Li Ning dio el último de los 21.880 relevos que han llevado hasta la capital china el fuego universal del deporte. Colgado en las alturas del 'Nido de pájaro', el triple campeón olímpico en Los Ángeles colocó su antorcha en el dispositivo de ignición y la llama prendió entre el delirio de los 91.000 espectadores presentes en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos. Habían pasado cuatro horas desde el comienzo de los fastos, que respondieron a las expectativas. Fueron todo lo grandiosos, coloristas, milimétricos y excesivos que se esperaba en un país que no ha reparado en gastos para presentarse ante el mundo como la potencia del futuro.

Desde el principio, cuando los 2.008 tambores fou desgranaron los diez últimos segundos de la cuenta atrás hasta llegar a las ocho de la tarde del ocho de agosto de 2008, quedó muy clara cuál era la apuesta escénica y estética de Zhang Yimou para el encargo de su vida. El que fuera 'enfant terrible' del cine chino hace un par de décadas, autor rebelde de películas como 'Sorgo rojo' o 'Vivir' y convertido ahora en un señor respetable al que los jerarcas del régimen entregan cheques en blanco, conoce bien a sus paisanos. Y sabe que éstos no tienen competencia poniéndose de acuerdo para hacer algo a la vez, al unísono.

De modo que, de acuerdo con su escénografo, Mark Fischer, Zhang Yimou optó por convertir la ceremonia inaugural en el mayor espectáculo de sincronización de masas que se ha visto hasta la fecha. Las exhibiciones de los diferentes grupos de actores y bailarines, más de 14.000, fueron perfectas, espectaculares en su armonía y precisión, pero se repitieron demasiado. Tanto dominio de la grandiosidad llegó a hacerse algo monótono, al menos a ojos occidentales.

Aun así, hubo ayer momentos inolvidables que pertenecen ya a la memoria olímpica: el estruendo de los tambores de las dinastía Xia y Shang; los aros olímpicos cayendo del cielo, como polvo de estrellas, escoltados por las Apsaras, una especie de Campanillas fluorescentes; el inmenso globo terráqueo de 18 metros de diámetro que emergió de las profundidades del estadio o la propia figura de Li Ning volando con su antorcha encendida. Las 2008 fotografías de niños del mundo sonriendo, al igual que la proyección de imágenes de palomas volando y de hombres y mujeres de los cinco continentes imitando su vuelo con las manos, hay que tomarlas como un tributo algo ñoño a ese 'wishfull thinking' inevitable en la imaginería olímpica. Desde luego, Zhang Yimou nunca hubiese filmado algo así en sus películas.

La ceremonia vino a ser un repaso a los 5.500 años de la historia del país y un homenaje al alma inventora del pueblo chino. Lo cierto es que, contra pronóstico, en la lista con las cifras más espectaculares de la inauguración, que fue seguida por 4.000 millones de espectadores, los organizadores estuvieron muy comedidos con las aportaciones al mundo de sus paisanos que era necesario recordar. Esta vez, se limitaron a consignar el compás, la pólvora, el papel y la imprenta y se olvidaron de la acupuntura, la brújula, el teatro cantado, la danza clásica, el papel moneda, los espagueti, la tinta, la seda estampada, el abanico, el paraguas plegable y el catalejo, entre otros descubrimientos que se atribuyen con indisimulado orgullo. En realidad, ya se sabe que salvo el metacrilato, a cuyo descubridor se lo encontró Woody Allen en el infierno, los chinos han inventado casi todo lo demás.

204 delegaciones

La mitad de la ceremonia inaugural la ocupó el desfile de las 204 delegaciones de los países participantes. A España le tocó el turno a las diez menos diez de la noche. La delegación fue recibida en el estadio olímpico con aplausos y las miradas del inmenso graderío puestas en descubrir a Rafa Nadal entre aquella legión de jóvenes bulliciosos vestidos de rojo y amarillo que comandaba un David Cal enrojecido por el sofocante calor. El palista gallego aguantó el tipo como pudo. Más allá del orgullo de la misión, el hombre pasó un mal rato con la chaqueta abrochada y el Panamá bien calado. Viéndole, dio la impresión que hubiera sufrido menos dando paladas desde el Eume a las Azores.

Lo cierto es que los atletas españoles fueron, sin pretenderlo, unos de los protagonistas del desfile. Salvo David Cal, impasible el ademán al frente de la tropa, el resto se lo pasó tan bien que su marcha acabó siendo un auténtico caos. Hubo un momento en que había españoles entusiasmados en una punta y otra del 'Nido de pájaro', lo que puso de los nervios a los miembros de la organización. Vamos, que en cierta medida, la forma de desfilar de España fue la antítesis del espíritu que impregnó la ceremonia. La seria perfección oriental frente al divertido caos mediterráneo. Algo así.

Aunque nadie lo diría viendo el entusiasmo de los 2.488 voluntarios que no dejaron un segundo de bailar y de dar palmas, el desfile se hizo demasiado largo, como siempre. Ya es una tradición. Como lo es mostrar un cariño especial a las pequeñas delegaciones de países ignotos como los Estados Federados de Micronesia, por ejemplo. En realidad, todo transcurrió como una balsa de aceite, que era uno de los grandes objetivos. En realidad, una obsesión que obligó a unas medidas de seguridad extremas. De los más de ochenta mandatarios de todo el mundo presentes sólo George Bush se llevó una ración de pitos cuando su imagen se proyectó por las pantallas gigantes aplaudiendo a la delegación estadounidense. Todo lo contrario, por cierto, de lo que ocurrió cuando esas mismas pantallas captaron a Kobe Bryant, un auténtico ídolo por estos lares.

Como país organizador, China tuvo el privilegio de ser el último en desfilar. No hace falta decir que el 'Nido de pájaro' estalló en cuanto Yao Ming, el ídolo nacional, apareció con la bandera roja acompañado de un niño superviviente del terremoto de Sichuán, a cuyas víctimas recordaron en sus discursos tanto Liu Qi, el presidente del comité organizador, como Jacques Rogge, el presidente del COE, que cedió el testigo al máximo mandatario chino, Ju Hintao, para que éste diera la orden de que la antorcha entrara en el estadio portada por el tirador de pistola Xu Haifeng, el primer campeón olímpico del país. La ceremonia, en fin, deslumbró y tuvo el impacto que se esperaba. También dejó en el aire muchas interpretaciones. Una de ellas, extendida, es que vino a representar el primer paso de una nueva Larga Marcha que, a partir de estos Juegos, llevará a China a dominar el mundo. Ya pocos lo dudan. Durante años se ha visto cómo el gigante asiático despertaba, envuelto en un fragor de contradicciones que todavía le desangran y que ni siquiera unos fuegos artificiales que parecían obra del mago Gandalf pueden ocultar. Pero China ya está aquí. El salto sincronizado de 1.300 millones de chinos que haría temblar el mundo, ese temor incierto que nos acompaña a los occidentales desde los tiempos de Napoleón, se produjo ayer, bajo la llama olímpica, que todo lo bendice.