Opinion

Justicia y diplomacia

La investigación abierta por la Audiencia Nacional a dos ministros del Gobierno chino y a otros cinco altos cargos por la comisión de delitos contra la Humanidad en la represión de la revueltas desatadas en Tíbet el pasado mes de marzo constituye una decisión de indudable relevancia. La admisión por parte del juez Pedraz de las querellas presentadas por varias organizaciones tibetanas devuelve a la actualidad a los disturbios sofocados por orden de las autoridades chinas, cuya reacción provocó las críticas de la comunidad internacional y veladas amenazas de boicotear los Juegos Olímpicos. Y al abrir la puerta al posible enjuiciamiento de esas mismas autoridades por su presunta responsabilidad en la muerte de 203 personas, en vísperas de la inauguración del evento con que el que gigante asiático pretende reivindicarse como potencia mundial, proyecta un incómodo foco sobre un Gobierno con el que España mantiene lazos diplomáticos e intercambios comerciales. De ahí que las instrucción iniciada por la Audiencia Nacional sitúe de nuevo ante los límites que coartarían la persecución transnacional de graves delitos cuando las investigaciones pueden interpretarse como una injerencia en las políticas exteriores nacionales y las relaciones entre estados.

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El dilema es espinoso y no suscita unanimidades entre los miembros de la Judicatura, aunque la disparidad de criterios quedó zanjada por la sentencia del Constitucional de 2005, que habilita a los tribunales españoles para perseguir los delitos de genocidio y crímenes contra la Humanidad incluso aunque no se acredite la existencia de víctimas de nuestro país. Esa resolución resultaba congruente con los principios que alientan la Justicia Internacional, que estos días ha sentado en el banquillo de los acusados al ex dirigente serbio Radovan Karadic por las atrocidades cometidas en la guerra de la ex Yugoslavia. Sin embargo, la efectividad de ese compromiso, también en lo que se refiere a los sumarios incoados en España, continúa siendo muy limitada por los recelos que despierta su aplicación y la cobertura que acostumbran a encontrar los encausados en sus países de origen. Pero la posible inoportunidad política de los procesos y las trabas para que éstos prosperen no deberían llevar a desistir de una forma de Justicia que trasciende los intereses nacionales para velar por los derechos humanos más universales y el fin de la impunidad.