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Opinion

La sotana entallada

En la vida nos topamos con contradicciones clamorosas, escandalosas, flagrantes, impunes que nos desconciertan. Para mí una de esas contradicciones que no he logrado resolver en mi cabeza desde los días de mi infancia es la sotana entallada. Se supone que la sotana es una prenda que simboliza pobreza. Una sotana entallada, suntuosa, coqueta, pija, encargada a un sastre romano de élite es por lo tanto un oxímoron ambulante, una contradicción insalvable, un absurdo ontológico. Es como un harapo de oro, una humildad soberbia, una piedad cruel, una bondad malévola. La sotana entallada escandaliza por lo que tiene de contradictoria y por lo que esa contradicción incide en un territorio tan sensible, tan fundamental, tan delicadamente humano como es el moral. La sotana entallada apela a la ética cristiana pero para desafiarla estéticamente. Invoca el sacrificio, sí, pero para traicionarlo acto seguido con idéntica publicidad. La sotana entallada chirría de manera premeditada, o sea que es síntoma, testimonio y símbolo de quien se ha propuesto hacer del propio chirrido un dogma y de la ofensa sensorial de la dentera todo un cuerpo doctrinal.

IÑAKI EZKERRA
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La sotana entallada no se queda en el clero, sino es una metáfora de todos los credos religiosos y laicos que pervierten, desvirtúan, horterizan su origen altruista, idealista y social. La sotana entallada es la cultura del 'pelotazo' que aún sigue teniendo ecos procesales después de doce largos años de su extinción. Es la más gráfica expresión del despilfarro de todos quienes se atreven a pasar la bandeja de las limosnas para cualquier buena causa y son capaces de tomar los seis euros semanales del café que les da un modesto jubilado para luego pegarse un festín. Es un gesto formal, pero que lo dice todo de la interioridad del sujeto, pues, como les decía el catedrático José María Valverde a los poetas franquistas que pretendían un esteticismo descomprometido, «no hay estética sin ética». La sotana entallada es antiestética por antiética, porque deja entrever un sospechoso entusiasmo en su mojigata rebeldía, un garboso regocijo en su reto a la lógica, un feo manierismo de lo farisaico. No es ya que sea hipócrita, sino que va diciendo: «Aprende de lo hipócrita que soy».