Un poeta disolviéndose en el aire
La tradicional velada literaria de Rota dedicó su edición 2008 a recordar la figura de Ángel González, referente de la Generación de los 50
Actualizado:Hace un año, por estas fechas, Angel González y José Manuel Caballero Bonald degustaban unas sardinas al espeto en el refugio gaditano de Juan Lebrón: un castelgandolfo marino situado en el litoral de Rota. Ahora, el primero de ambos poetas ha muerto y a su amigo le aqueja la ciática: «Con su muerte, siento que muere un mundo», dijo entonces el señor de La Argónida, consciente de que Paco Brines y él eran los únicos supervivientes de la Generación del 50; una promoción literaria que, a decir de González, aportó a la posguerra una nueva forma de vivir y de beber.
Y es que Angel González amaba aquellas luces almacenadas que brotan de los bares, como las describía Luis García Montero en un poema que le dedicase en vida. No en balde, Benjamín Prado siempre tuvo claro que daba gusto acompañarle a beber «hasta que el alcohol se te sube a los pies», como solía decir su octogenario amigo a eso de las seis de la mañana.
Eternamente barbudo
El jueves, en la plaza roteña del Castillo de la Luna, la tradicional velada literaria que cada verano organiza Izquierda Unida estuvo dedicada a aquel hombre eternamente barbudo, jocundo y discreto, cuyos biógrafos apuntan a que, nacido en Oviedo en 1922 y fallecido en Madrid cuando principiaba este año, fue poeta, maestro de escuela, licenciado en Derecho y en Periodismo, académico y ensayista. Premio Antonio Machado en 1962, el Premio Príncipe de Asturias en 1985, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1996 y el Primer Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada en el año 2004, su viuda Susana Rivera le definió recientemente como «un derrotado que vivió muchos fracasos». Quizá porque, como ella misma añadió, siempre fue un hombre comprometido. Lo que le valió el desdén de algunos eruditos a la violeta, incluso después de muerto: «Todo fue justo en la vida de un poeta, leído, querido y admirado como muy pocos. Todo incluso el rencor torpe y envidioso de un mezquino cortesano literario que, al parecer, no ha tenido bastante ni siquiera con el Premio Cervantes», escribió Almudena Grandes, en un artículo de réplica a unas palabras que a título póstumo suscribió Antonio Gamoneda en su memoria.
A mano amada
La memoria mata a mano amada, como vino a decir González en uno de sus poemas. Cualquiera de sus títulos merecen una larga lectura: Áspero mundo 1955, Sin esperanza, con convencimiento, 1961, Grado elemental 1961, Tratado de urbanismo, 1967, Breves acotaciones para una biografía 1971, Prosemas o menos 1983, Deixis de un fantasma 1992 y su último libro, Otoño y otras luces 2001, sorprendentemente lucido, intenso y final.
«No he conocido a otro melancólico tan respetuoso con la felicidad que él sabía encontrar en cosas muy pequeñas», aseguró Felipe Benítez, hijo de la ciudad de Rota que el jueves tuvo a bien recordar a aquel otro vecino ocasional de sus calles, bajo los acordes de Javier Ruibal y de Angel Corpa, aunque finalmente no fuera posible contar con la presencia de Pedro Guerra, el cantautor canario que actuó en Algeciras y que dejó grabado un libro-disco memorable con aquel poeta que a cada cumpleaños parecía decirse: «Yo lo noto: cómo me voy volviendo/ menos cierto, confuso,/disolviéndome en el aire/ cotidiano, burdo/ jirón de mí, deshilachado/ y roto por los puños/ Yo comprendo: he vivido/ un año más, y eso es muy duro./¿Mover el corazón todos los días/ casi cien veces por minuto!/ Para vivir un año es necesario/ morirse muchas veces mucho». Habrá que aplicarse el cuento.