Viaje a ninguna parte
En cierta ocasión oí a la escritora Almudena Grandes definir la novela como una casa donde vivía mientras escribía. Confesaba que, una vez puesto el punto final, la embargaba un sentimiento de desahucio o de desvalimiento que era difícilmente superable. Me pareció una tesis tan radical como interesante.
Actualizado:Sucede así con todo proyecto sugestivo: con un nuevo trabajo, con la elaboración de una receta culinaria, con la creación de una obra de arte o -¿no es lo mismo?- de artesanía, o de bricolaje. Tras los primeros momentos de duda y espanto, comienza la seducción de lo dificultoso controlable, el límite donde comienza uno a creer que puede domesticar al animal o a la materia.
El temor a lo desconocido se convierte entonces en atracción por aquello que se va descubriendo. Se le coge el rodante al asunto, sea cual sea. Después llega la segunda seducción, la más peligrosa: uno se siente cómodo con lo que hace, como andando en zapatillas, abrigado y protegido por aquello mismo que está creando. Parece que va a durar siempre, que seguiremos indefinidamente cocinando, o pintando, o escribiendo, cada vez más seguros, más afianzados, más felices. Justamente entonces, se termina la labor: la paella está en su punto; hemos clavado la última puntilla; hemos escrito la última frase del poema o la novela. Y, en lugar de sentirnos satisfechos por el logro, en lugar de quedarnos sentados contemplando los frutos de nuestro esfuerzo, nos vemos empujados a empezar de nuevo, a concebir otro proyecto, a echar los cimientos de una nueva casa. Somos animales extraños los hombres, siempre desazonados, siempre inquietos. Nos fascinan los viajes, sean creativos o espaciales; nos gusta tanto estar embarcados que -como aquel aventurero Ulises- preferiríamos no llegar nunca a ningún puerto.