Payasos
Actualizado:a primera vez que Raúl apareció en televisión tras su debut llevaba un chándal del Real Madrid y el pelo cortado a cepillo. Era un chaval de barrio que, a sus 17 años, empezaba a hacer realidad sus sueños. Miraba tímidamente a la cámara y no podía librarse de una cándida sonrisa de satisfacción. Habló de su padre y de Valdano. Dos meses después, el mismo adolescente, en el mismo plató, engominado y vestido de Armani, jugaba con un teléfono móvil mientras escupía, sin mostrar ni siquiera el mínimo interés por el asunto, una respuesta vacía detrás de otra. Habló del coche que pensaba comprarse. Es increíble cómo el título de jugador de fútbol viene acompañado de un protocolo estético, de una especie de ridículo disfraz. Ves a una futura promesa el día de la firma de su primer gran contrato y parece, casi siempre, un cateto al que alguien le hubiera endosado la ropa de otro, la crestita con mechas de otro, y uno de esos colgantes caros y horteras que antes sólo se ponía M. A. Barracus. La transformación es aún más sangrante en las provincias, porque algunos ejercen sin complejos de pobre imitación de los chulos prepotentes que idolatran. Y no dejan de ser la fotocopia barata del éxito. Hay excepciones. Cada uno tendrá las suyas. Convertir a un deportista en un producto universo diseñado por ordenador, que importa más por los valores que exhala que por lo que hace o deja de hacer en el campo, tiene sus inconvenientes. Pídele a una legión de mileuristas y apurados padres que se identifiquen con el trabajo de esa panda de nuevos ricos. Mientras cumplan con el marcador, no habrá problemas. Pero cuando el barco hace aguas, cuando hay déficit de compromiso o emoción, es imposible no pensar que en este estrafalario circo hay cada vez más payasos. Siguen faltando trapecistas.