Editorial

Bajo constante sospecha

La organización del Tour de Francia, que hoy arranca en Brest sin la presencia del último maillot amarillo, Alberto Contador, por la negativa reputación que arrastra el equipo Astana a causa del dopaje, pretende que ésta sea la edición de la definitiva recuperación del prestigio de la carrera y, con ello, de un deporte herido por los reiterados casos de consumo de sustancias prohibidas. Una década después de que estallara el escándalo del Festina, la ronda gala ha preparado un exhaustivo dispositivo de vigilancia y control de los participantes dirigido por la Agencia Francesa de Lucha contra el Dopaje, que se ha enfrentado a la Unión Ciclista Internacional al requerirle el listado de los 23 corredores investigados por alteraciones en sus niveles sanguíneos y urinarios tras implantarse el llamado pasaporte biológico. Las discrepancias aireadas entre los rectores del Tour y la UCI no contribuyen a legitimar en el pelotón y fuera de él combate contra todo tipo de prácticas fraudulentas.

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Pero cabe preguntarse si en realidad es posible rescatar a un deporte cuyos integrantes se someterán a análisis en este Tour custodiados por ocho guardaespaldas para evitar más irregularidades. La carrera francesa y con ella el resto de las competiciones están entrampadas en un círculo de difícil salida, porque el imprescindible endurecimiento de los controles y de las sanciones ha acabado desembocando en un permanente estado de sospecha que ni siquiera la limpieza de victorias como la de Contador en el último Giro parece capaz de diluir. Hasta el punto de que sólo la confianza en la probidad de cada corredor podrá ir restableciendo la empatía entre el pelotón y una afición atenazada por las dudas en torno a un deporte que precisa de la exaltación del sufrimiento sin adulterar.