Extorsión y justicia
La detención de José Antonio Jainaga y los registros efectuados en su domicilio y en el de otro significado empresario vasco, Jesús Guibert, han dado a entender que podían ser víctimas de la extorsión etarra. Además su libertad supone la probable inexistencia de datos que pudieran conducir a imputaciones de orden penal en su contra. Pero la notoriedad pública de las actuaciones ordenadas por el juez Baltasar Garzón ha devuelto la mirada ciudadana hacia un chantaje de naturaleza violenta que plantea un dilema moral permanente. La ciudadanía tiende a comprender las circunstancias de cualquier persona sometida a una coacción cierta de la que cree poder librarse con el pago de un peaje. El problema es que ese peaje es abonado a terroristas que lo emplean para conculcar derechos fundamentales de sus conciudadanos, empezando por el derecho a la vida.
Actualizado: GuardarPor otra parte el hecho de que tanto la identidad de quienes han podido pagar tan ominoso rescate como el de aquellos que han eludido hacerlo no sea pública convierte el cruce entre frases comprensivas hacia el desistimiento y exhortaciones a la resistencia en un debate que corre el riesgo de trivializar u ocultar el problema. Hasta el punto de que la justificación social de la actitud de los primeros se sobrepone demasiado a menudo a la entereza personal de los segundos. Ni la más insufrible de las circunstancias puede servir como argumento moral justificatorio de la entrega de una cantidad de dinero a ETA cuando se sabe a ciencia cierta que la banda la usará para perpetuarse en el terror. Tal conducta entraña además un ilícito penal ante el que la Justicia no puede cerrar lo ojos. Pero lo que la Justicia sí puede y debe es evitar la dolorosa equiparación entre extorsionado y extorsionador.